Deportistas, esa excelencia subestimada


El asunto viene de lejos, pero para ponerlo en contexto bien vale una referencia ochentosa, tiempos en los que convivían la eterna vigencia de Jorge Luis Borges y explotaba sin límites la genialidad y la ferocidad competitiva de Diego Armando Maradona. Tiempos en los que la misma gente que, por su condición de incomparable genio literario, validaba aun en desacuerdo las opiniones de uno, descalificaba, por su mera condición de enorme del fútbol, hasta las más sensatas opiniones del otro.
Aún hoy, en tiempos en los que nos llenamos la boca y las redes sociales hablando de deconstrucción, inclusión e igualdad, la gente de la cultura es escuchada con mejores intenciones que el más lúcido de los atletas: así seguirá siendo en tanto no terminemos de asumir que escribir, pintar, actuar o trabajar de periodista es un ejercicio intelectual que no necesariamente aventaja como tal al de un tenista, un basquetbolista o un judoca. Parece mentira, pero avanzado el Siglo XXI seguimos sin considerar al deporte como parte de la cultura. El nivel de exigencia cognitiva de todo aquello que disfrutamos en mundiales, juegos panamericanos o juegos olímpicos es de un rigor imposible de calcular para los negacionistas que creen que el deportista es, apenas, un portento de músculos y transpiración. Nadie que prescinda de una importante comprensión intelectual de su disciplina puede llegar con un nivel decoroso al Alto Rendimiento.
Así, en tanto no comprendamos, por ejemplo, que en un tenista ni el saque, ni el drive ni el revés son más importantes que su lectura del juego y que ningún golpe pesa más que lo que resuelve su cerebro, seguiremos subestimando al atleta en cualquier espacio que no sea en el de las canchas.
En algún momento, desde un sector de la política y la prensa, se atendió a David Nalbandian por participar de un spot de apoyo a un espacio previo a una elección presidencial. Tiempo después, en línea con otro color de la política, el cibersicariato se indignaba ante la posibilidad de que Juan Martín del Potro se convirtiera en figura pública del Banco Provincia, asunto que finalmente no sucedió.
Son apenas ejemplos aislados de una lógica cuya contracara es la de indignarse si el deportista decide prescindir de alguna respuesta que apunta a colocarlo claramente en uno de los dos lados de la presunta grieta.
Si opinan, “que tendrían para decir estos ignorantes que no saben hacer otra cosa que darle a la pelotita”. Si no opinan, “son unos desclasados que no se comprometen con el pueblo que les da de comer”.
Estimo que poca gente popular como Carlitos Tevez o el Kun Agüero tienen más en claro lo que significa venir de los hogares más modestos y necesitados y, a fuerza de talento y enorme esfuerzo, salir del pozo del que rara vez nos saca la política. Ellos, las estrellas del deporte, sí pueden decir sin medias tintas de dónde la sacaron.
Medimos a nuestros cracks con un rigor que jamás ponemos a la hora de elegir a quien nos manda. Ojalá algún día tengamos un intendente que sea a nuestro barrio lo que Peque Pareto al judo. O un gobernador que administre nuestra provincia con la excelencia, compromiso y decencia con la que Santiago Lange dio forma a una de las más maravillosas carreras olímpicas de nuestra historia. ¿Se imaginan un ballotage entre dos personas que fuesen a la política y la gestión lo que Diego y Lionel al juego que mejor jugaron y más nos gusta?
Asumo casi con pudor que acabo de dibujar un puente demasiado fantasioso: ni idea cómo sería unir las orillas entre los políticos y los deportistas.
Sin embargo, algo raro debe haber en una sociedad en la que el reparto de talento parece circunscripto a un solo lado de la calle; sumo actores, músicos, literatos, médicos, docentes y científicos de todo tipo. En horas en las que está por terminar un eterno año electoral –quién sabe-, subir al escenario al deporte o a cualquiera de sus exponentes me suena, por lo menos, a capcioso. Si al menos los trataran como se merecen… o comprendieran que lo que ellos hacen de manera sublime, reducido a nuestra condición de chambones, es de las pocas cosas que no tienen error.