Atropelló a su hijo por accidente y pensó morir para estar con él: cómo sanó su alma con amor y globos amarillos
La primera vez que Celeste Corrales asistió a un entierro fue al de su hijo Lolo. Veinticuatro horas antes, ella y su esposo, Leonardo Meter, eran felices. Hasta ahí, todos sus planes -eran una pareja metódica- se habían convertido en realidad: el noviazgo, la luna de miel, la casa, el auto, el hijo. Pero el 2 de abril de 2019, la vida de ambos cambió para siempre. Lo cuentan los dos, superponiendose en el relato, en su casa de Lanús. La misma donde todo ocurrió. Eran las 13.30 de aquel martes otoñal, pero de mucho calor. Un feriado cualquiera, ordinario, como tantos. Leonardo estaba en el trabajo en una metalúrgica a cinco cuadras de su casa, porque habían pasado el franco al lunes para que el fin de semana fuera largo. Celeste planeó ir con Lolo, que tenía un año y tres meses, a ver a unas amigas. “Fui al garaje para encender el auto y prender el aire acondicionado. Puse el coche en marcha y Lolo salió corriendo desde adentro de casa. No lo vi venir, me asusté y Lolo recibió un golpe con el auto. Un golpe fatal, fulminante…”, recuerda Celeste entre lágrimas. Corrió a una salita de primeros auxilios a dos cuadras de su casa y llamó a Leonardo. De inmediato los trasladaron al Hospital Evita. Ocho cuadras eternas.
A Celeste, las palabras le surgen a borbotones. Leonardo -que se tatuó el nombre de su hijo Lolo en una mano y la palabra Love en otra- habla más pausado: “Son cosas del destino, donde uno no puede prever el desenlace. No se pueden evitar esas cosas, esos accidentes. Pero desde que nos mudamos, en el 2015, siempre le decía ‘mirá Cele, acá tenemos una salita, los bomberos están acá, a cuatro cuadras hay una clínica privada y a ocho el Hospital Evita… No se porqué, pero siempre se lo decía”. Cuando él llegó, Lolo estaba sobre la ambulancia. “Me dijeron, ¿vos sos el papá? Subi qué nos vamos al Evita…”
“Con el golpe, Lolo tuvo un derrame cerebral. Pero todavía no me habían dicho nada”, relata Celeste. “Decían que había que estabilizarlo, que lo llevaban porque en la salita no tenían con qué. Hasta ahí yo pensaba ‘bueno, fue un golpe’. Había un poco de sangre, pero no habíamos perdido tiempo. A veces paso y nunca está la ambulancia. Ese día estaba. Fuimos rápido…”
“Entraron a lo loco y llamaron a los médicos. Empezaron a llevar instrumental, no me acuerdo bien, pero en un momento salieron los médicos y me dijeron que no había mucho para hacer, que el golpe era irreparable. Yo les dije, vuelvan a trabajar, devuelvanmelo… pensaba que Lolo vivía, les suplicaba que sigan trabajando. Pero, para mi, Lolo ya había fallecido cuando nos dieron ese adelanto”, continúa.
Les preguntaron si estaban solos, si había un abuelo… “Ya nos estaban avisando”, subraya Leonardo. Los minutos que pasaron, para ellos fueron horas. Cuando regresaron, les confirmaron lo peor: Lolo, su hijo, había muerto. “Nos dijeron que no habían podido hacer nada, que después nos iban a decir bien la causa, qué había pasado en su cuerpo, y nos dejaron entrar a despedirnos”, completa Celeste. Adentro, dicen ambos, estaba solamente el cuerpo de su hijo sobre una camilla. Alrededor todo estaba ordenado, limpio. “No había ni una mancha de sangre. Prepararon el lugar para que lo veamos”, concluye Leonardo.
Ya habían llegado familiares y amigos. Tuvieron que hacer trámites, hablar con peritos, enfrentar la negativa a cremarlo porque debía intervenir la policía, oír como un eco de preguntas que no tenían sentido para ellos, como ‘¿quedó cerrada la casa?’, ‘¿la perra salió?’, ‘Explicame, ¿qué pasó?’…
“Hay algo que sucede en un momento así. Una desconexión con la realidad. Yo había recibido la noticia, pero no entendía que la muerte es irreversible. Entonces lo primero que hice fue hablarle a Lolo, porque estaba ahí. Y la familia empieza a accionar, a desesperarse, a llamar, a preguntar si lo vamos a velar, y yo no entendía, ¿Velar? Si estaba con el cuerpo de mi hijo. Ahí es clave que la familia tome decisiones que vos no podés. Y la nuestra estuvo muy entera, muy de pie”, relata Celeste.
Ese mismo martes, desde las 20.00, lo velaron en una sala chiquita. Al día siguiente lo llevaron al cementerio de Lanús, donde Lolo duerme para siempre en un nicho.
“Ahí empezó otra historia para nosotros. Hasta ese día habían sido todos momentos felices”, cuenta Leonardo.
El amor antes del dolor
Celeste y Leonardo Meter se conocieron en el viaje de egresados, en 2002. Podrían haberlo hecho antes: sus familias tenían sus respectivos negocios uno frente al otro en Lanús. Se habían visto, sin mirarse, cientos de veces. Pero el destino los unió en Bariloche: ella iba a un colegio de monjas. Y él, a un industrial. “Jamás nos hubiéramos cruzado si no”, cuenta ella.
Empezaron a salir, pero Celeste tenía un horizonte claro, otras prioridades: primero estaba la facultad. Ese ida y vuelta interminable desde Lanús a Ciudad Universitaria para estudiar Diseño de Indumentaria. El noviazgo más formal (digamos) comenzó el 10 de junio de 2007.
“Sabía que era un pibe serio, que no estaba conmigo para boludear, además conocía a la familia. Así que cuando terminé la facultad le dije ‘bueno, ahora sí, ya estoy’. Y él me dijo ‘no, todavía no’”, ríe Celeste. “La fecha la pusimos para después celebrar algo”, replica Leonardo. Y empezaron a planear una vida juntos. “Compramos el terreno, demolimos la casa que estaba y empezamos a construir de a poco la nuestra. Siempre fue todo como muy responsable. Nuestra cabeza era, no sé, ‘primero consigamos trabajo’. Yo empecé como diseñadora en una marca de ropa, después en otra. En ese tiempo el rubro no estaba tan reconocido. Las fábricas eran muy negreras. Yo iba al estudio de diseño y era un mostrador en el medio de corte. Tardó en legalizarse bien todo eso”, señala Celeste. “Yo estaba en la metalúrgica. Pero construir la casa fue muy de a poco. Y ya teníamos 30 y pico. Hasta que pudimos hacer una parte y nos mudamos en el 2015. Y cuando estuvimos dijimos ‘casémonos’. Todo muy estructurado”, reconoce Celeste.
El casamiento fue inusual. Estudiaron dos opciones: la fiesta o un viaje. Celeste se tropieza con las palabras mientras lo cuenta: “Si nos costó mudarnos, imaginate la fiesta, que era el sueño de nuestros padres… Pero la verdad, después de tanto esfuerzo, nos la queríamos pegar en la pera, viajar, algo que nos de un goce. Nos preguntaban ¿cuándo se van a casar? Y para salir rápido del paso decíamos ‘nos vamos a casar en Hawaii’. Leonardo quería conocer la Costa Oeste de los Estados Unidos y fuimos. Pero mi sueño era Hawai y le dije: estamos enfrente. Y ahí, el 9 de enero de 2017, nos casamos. Contraté un maquillador, uno que tocaba el ukelele y esos fueron nuestros invitados además”.
A la vuelta, en abril, llegó la gran noticia: ella estaba embarazada. Lo intuyó durante un viaje por su trabajo con una marca de ropa, mientras se encontraba varada en Miami por un conflicto aeroportuario. En una llamada con Leonardo, le dijo que se haría una prueba con el evatest, y que si las rayitas de la prueba lo confirmaban, se iba a comprar en los outlets todo lo que hallara de bebé. Su marido frenó su ansiedad y debió esperar a llegar a su casa en Lanús para afirmar que sí, que en nueve meses serían padres por primera vez.
Luego de un embarazo sin contratiempos, el 9 de diciembre de 2017 nació Lorenzo. “Lo llamamos así por un abuelo de Leonardo al que quería mucho. Si tenía un hijo varón, me dijo, le quería poner ese nombre. Me pareció válida y amorosa la historia. A partir de ahí, fue Lolo”, recuerda Celeste.”Había sido todo soñado. El noviazgo soñado, el casamiento soñado, la casa soñada, el viaje soñado, el hijo soñado, todo”, añade.
La vida de los dos parecía un cuento de hadas. Esas historias donde ganan los buenos.
Era su primera experiencia como papás. Ambos trabajaban, Lolo iba a una guardería, el futuro era infinito, la familia progresaba. “Lo único que para mí era angustiante era estar tantas horas separada de él. Si hubiese sabido el desenlace, me encerraba acá y aprovechaba las 24 horas de tiempo de su vida, de cada día”, señala Celeste.
Hasta que un año y tres meses después, esos días con muchos colores se volvieron, de repente, de completa oscuridad.
La reconstrucción
Lo peor fue volver a casa luego de enterrar a Lolo, dicen casi a coro. Pero en algún momento, iba a suceder. “Del cementerio llegamos como a las seis de la tarde. Veníamos de dejar a nuestro hijo en un nicho. Nos apoyamos en la cama y empezamos a preguntarnos ‘¿y ahora qué hacemos nosotros?’ ‘¿qué va ser de nuestra vida?’… Y lo único que me salió fue decirle ‘vamos a tener que continuar y vamos a necesitar mucho más amor para afrontar esto’”, cuenta Leonardo.
Pero en los primeros instantes, las horas se consumían en un intento improbable por dormir, y sentir que el mundo temblaba. “Él y yo teníamos tanta taquicardia que la cama se movía. Cada tanto aparecía, me traía un té, o me levantaba para ir al baño o para atender a alguien que nos traía comida. No había diálogo, no lo podía registrar ni preguntarle si necesitaba algo, ni decirle cómo te sentís…”, se estruja ella. “La verdad es que vos me preguntabas si esto iba a pasar en algún momento”, le responde Leonardo.
Lo que sucedía era que Celeste tenía una idea fija. “Yo tenía una revolución de emociones que no se tomaban descanso, a la mañana abría los ojos y estaban ahí esas sensaciones horribles, el dolor, la angustia, la desesperación. Yo no me quería despertar en realidad… Pensaba que era inhumano, imposible que alguien pudiera soportar tanto dolor en el cuerpo, en la mente, en las células. Todo era temblor y una oscuridad absoluta. Entonces me decía, ya está, me muero, es ilógico que alguien soporte esto. Y al otro día abría los ojos y decía, hoy no, pero me voy a morir en un rato, o mañana, no veía otro desenlace que la muerte. Y cada día era un chicle, no se pasaban más las horas…”
En ese trance, su familia y sus amigos no los descuidaron. Llegaron a tomar medidas extremas para protegerlos, hasta de ellos mismos. Recuerda Leonardo: “Imagino que pensarían ‘estos dos chicos están solos dentro de su casa. A uno de ellos le pasó lo de la muerte de su hijo. ¿Cómo puede reaccionar el otro? ¿Qué hacen juntos?’ Entonces, por ejemplo, el papá de Celeste dormía en la vereda con el auto. Yo abría la puerta y estaba ahí… Y al lado, en otro auto, un amigo mío. O sacaba a pasear a la perra y de pronto me cruzaba a uno en la esquina que me decía ‘justo andaba por acá’… y nunca andaba por ahí. Después atas cabos y ves que nos estaban conteniendo, estaban alertas”. Pero esas conclusiones llegaron después. En ese momento, su estado de shock no les permitía actuar. Eran como autómatas en un mundo ajeno. “No tenés ganas de comer, ni de cocinarte, ni de bañarte. Todos los días venía un hermano, un primo, un tío o un abuelo a cocinar. Era un desfile de parientes y amigos que nos estaban cuidando. Incluso algunos que no eran tan cercanos se hicieron presentes”, añade Celeste.
También sintieron una catarata de consejos que, aún bien intencionados, muchas veces los abrumaron. “Estaba toda la familia muy conmocionada, todos sin dormir. Una amiga llamó a la prepaga, preguntó qué servicio daban en casos como el nuestro. Y nos asignaron psicólogos que vinieron los primeros días a casa como ‘emergencia mental’, así dijeron, hasta que nos consiguieron uno definitivo. Mi hermana vino, nos levantó de la cama, nos subió al auto y nos llevó a nuestra primera sesión. Siempre digo que nuestra vida fue durísima, pero el camino fue muy generoso, porque a nosotros nos acercaron muchas cosas. Teníamos contención en el barrio. Por ejemplo, una vecina se apareció con una bolsa enorme con pañuelitos de papel. ‘Los van a necesitar’, nos dijo. ¿Qué nos iba a decir? Venía gente y nos regalaba cualquier cosa. Es decir: recibí hasta tres rosarios del Vaticano, libros, comida, detalles que hasta hoy agradecemos”, añade.
De todo ese tsunami de amor, a veces asfixiante, luego de separar la paja del trigo, llegó de a poco la redención. Al cuarto día les asignaron un psicólogo a cada uno, pero que no supieron qué hacer ni qué decir ante el torrente de dolor, desgarro y lágrimas que todavía no podían expresar con coherencia. “Uno le dijo a él -dice Celeste-, ‘hacé una cosa, andá para tu casa y cualquier cosa que necesites esperamos un tiempo y te volvés a comunicar conmigo’”. Entre ese barro, la hermana de Celeste, que la acompañó en su primera sesión, anotó el nombre del Grupo Renacer, donde padres cuyos hijos murieron se reúnen para sanar. Lo buscó: había una sede en Lanús. También por Facebook les llenaban la casilla de consejos. “En mi trabajo como diseñadora trabajábamos con modelos. La mamá de una de ellas me pasó el contacto de una mamá a la que le pasó lo mismo que a mi, y le escribí. Ella me dio el teléfono de mi psicóloga, que es Valeria Schwalb. Y después otras personas me la nombraron”, indica Celeste. Fueron las dos sogas que los sacaron del pozo.
La primera sesión con el Grupo Renacer fue catártica. Recién habían pasado cinco días desde el accidente que se llevó a Lolo. “Ellos tenían reuniones los sábados. Y fuimos. No entendíamos de qué se trataba. Vimos a un montón de papás e hicimos lo que pudimos. Hablamos desde el dolor, estábamos sufriendo, habíamos recibido el peor castigo de nuestra vida, éramos lo peor de lo peor”, dice Celeste. Y aclara que “a mi no me podían frenar, era puro llanto. La única forma la encontró una mamá. Se levantó, vino caminando y me abrazó. Ahí pude callar. Y pensé, ¿qué pasó acá?”. Leonardo asiente: “Esa primera reunión fue muy difícil. Vinimos a casa y no entendíamos muy bien, pero lo que supimos es que al sábado siguiente íbamos a volver”
Casi al mismo tiempo, Celeste viajó a Capital para ir a la primera sesión con la psicóloga. Tomó el tren, el subte, llegó mareada, casi sin saber cómo había podido salir de su casa y viajar. “Cuando volví me había parecido que sus honorarios eran caros. Pero eso fue porque estaba enojada con la vida. Estando así te va a parecer mala la ubicación, el viaje, todo. Pero desde la segunda sesión con Valeria empezamos a ir juntos con Leonardo”, recuerda. “Ella nos dijo que nuestra vida iba a ser como una cacerola a presión, que ahora iban a salir afuera todos nuestros problemas, y yo sentía que el único problema que tenía era que se había muerto mi hijo. Después entendés que algo le tiene que dar sentido a tu vida y ahí hay que ver cómo lo vas a encontrar”, sostiene la mujer.
Globos amarillos y Apolo
En los primeros meses después de la muerte de Lolo, dos preguntas les daban vueltas. La primera fue: ¿qué hacer con la muerte de un hijo? “Lo primero que entendimos es que su muerte no vino a arruinarnos la vida y dejarnos en la tristeza, sino que vino a cambiarnos la vida por completo. Ese fue todo su tiempo, porque nadie muere un minuto antes ni un minuto después. Nosotros también vamos a tener nuestra fecha de vencimiento, y mientras nuestra vida dure vamos a honrar y recordar a Lolo por todo el tiempo que estuvimos juntos, que fue poquito, pero fue muy hermoso”.
A los ocho meses descubrieron que se acercaba la fecha del segundo cumpleaños de Lolo, el que no iba a poder cumplir. La familia los empezó a tantear: “¿Chicos, vamos para allá?”. Pensaron en hacer algo en su memoria: “La psicóloga me dijo ‘ustedes son de accionar y por ahí no quieren que vayan sus padres, sus tíos, los abuelos. Póngalos en acción a ellos… No se, suelten un globo’”, recuerda Celeste. Una mamá le preguntó cuál era el color favorito de Lolo. Ella no sabía. Pero le respondió “el amarillo”, porque tenía muchos juguetes de ese color. Entonces, cada charla por whatsapp iba y venía con corazones amarillos. “Y entonces se me ocurrió que cada uno de nuestros familiares y amigos podía tirar un globo amarillo a la calle, para que otro nene que lo encontrara tuviera algo para jugar. Y si lo inflaban con helio, que fuera al cielo. Recuerdo que la maestra de la guardería de Lolo estuvo con nosotros desde el primer minuto, entonces, sin decirles a sus nenes que era por Lolo, hizo un cuento donde los chicos tenían que tirar un globo al cielo. Y de repente era mucha gente tirando un globo: nuestra familia, nuestros amigos, los chicos del jardín, los padres de Renacer. Hasta familiares y conocidos que vivían en el exterior lo hicieron. Una prima de Leo llevó un globo al cementerio. Tiró globos gente que ni conocíamos, fue como decirnos ‘estamos con ustedes en este día’. Fue algo muy loco y hermoso”.
La segunda pregunta involucraba a la relación entre los dos: “¿cómo vamos a hacer para que otra vez haya amor?” Valeria, la psicóloga, les dio una visión de la nueva pareja que iban a ser. “Yo estaba enamorada de mi marido, pero él ya no era más ese del que me había enamorado. Era una persona triste, que le había pasado lo peor de la vida, y yo era igual. No éramos los mismos de antes”. La reconstrucción implicó el reencuentro de Celeste y Leonardo como pareja. Reconstruir la intimidad. “La psicóloga nos dijo que no teníamos que convertirnos en amigos. Y yo pénsaba ‘¡no me exijas más, no voy a tener relaciones sexuales, estoy triste!’ Hubo que ponerle mucho amor a la situación, y entender que si él había sido tan buena persona, que si yo lo había elegido, algo bueno tendría. Necesitábamos algo que nos sobreviviera a la muerte, y a pensar que Lolo llegó al mundo a través de eso. Y al final, nos aferramos el uno al otro…”.
La respuesta llegó un sábado, mientras asistían al Grupo Renacer. “A Leo le pidieron que diera una charla. Llegaban nuevos padres. Cuando lo vi hablar, cuando vi que se animó a hablar, aún lagrimeando, conmocionado, con las manos temblorosas, dije ‘este pibe está haciendo algo valioso’. Fue el momento en que lo volví a registrar como marido, lo volví a admirar. Habíamos encontrado nuevos roles. Empezamos a recibir a los padres que habían perdido a sus hijos”.
Habían pasado cerca de nueve meses de la muerte de Lolo cuando Celeste y Leonardo se propusieron ser padres de nuevo. Enseguida -dicen ellos que “al primer intento”- llegaron noticias. “Fuimos a un encuentro del Grupo Renacer, y una parejita que conocíamos nos contó que estaban embarazados y no lo sabían. Y le dijimos ‘mirá si nosotros también’. Cuando salimos de la reunión pasamos por una farmacia, compramos el test lo hicimos. Dio positivo”, cuenta Celeste.
Leonardo enfatiza: “Antes de eso nos preguntaban si íbamos a volver a ser papás, como creyendo que si traíamos un hijo al mundo, nos olvidábamos del otro. Y no. Nuestra familia lo entendió. Con la llegada de un nuevo hijo, demostramos que buscamos aferrarnos a la vida. Porque hasta ahí, como sentíamos que íbamos a morir, pensaban que podíamos tomar una decisión en cualquier momento”. Y cuando dice “una decisión”, cualquiera puede entender a qué se refiere sin nombrarlo. Pero no. Lucharon por la vida.
El 27 de agosto de 2020, en plena pandemia, nació Apolo. El nombre, otra vez, lo eligió Leonardo. Cada vez que pensaban uno, se daban cuenta que era el mismo de un hijo del Grupo Renacer. Entonces lo desechaban. Una mañana se le ocurrió. Se lo dijo riendo a Celeste, pensó que no le iba a gustar. Pero ella aceptó enseguida. “Apolo es el dios griego de la luz. Y adopta a Quirón, otro dios que cura heridas”, explica Leonardo.
Cuando llegó el que hubiera sido el tercer cumpleaños de Lolo, no querían hacer otra suelta de globos. Lo hablaron con su psicóloga. “Esa acción nos había ayudado, pero no podíamos hacer otra cosa que quedara en la nada. Celeste tenía un videíto de Lolo cuando era muy chiquito. Él probó pocas comidas, y en un video ella está cocinando empanadas de jamón y queso y Lolo se ríe. Ahí se nos ocurrió hacer empanadas para ayudar a un comedor. Era el final de la pandemia, muchos papás estaban sin trabajo, así que hablamos con algunas mamás del Grupo Renacer que habían puesto comedores en homenaje a sus hijos y arrancamos. La idea era alcanzar las 26 docenas. El papá de Cele, sólo, nos donó las 26. Otra vez se enganchó la gente. Nuestra casa parecía un delivery. Llegamos a las 70. Desde entonces, tres días antes de la fecha del nacimiento de Lolo, arrancamos a hacer empanadas y después las donamos”.
La vida parecía encarrilarse, siempre con el recuerdo de Lolo en la mente y el corazón. Los planes fueron mutando. La idea de pasar más tiempo con Apolo se concretó cuando Celeste convirtió su amor por Lolo en un hermoso proyecto de diseño.
“Hacía 11 años que trabajábamos en relación de dependencia cuando Lolo falleció. Al tiempo, Leonardo había vuelto a laburar a la fábrica y yo me quedé sola en casa. Entonces me propuse hacer un producto para a los papás les quede un hermoso recuerdo de sus hijos, unas mantas para apoyarlos y que mes a mes le saquen una foto. Sólo quería vender eso en mi vida. De pronto, un cliente me preguntó si tenía algo para el Ratón Pérez. Me puse a llorar, porque nunca íbamos a ser el Ratón Pérez de Lolo. Creo que hacerlo fue una de las cosas más duras después de su muerte. Pero pude con el dolor y lo hice. Y gustó tanto que recibí una propuesta de un supermercado”, cuenta feliz Celeste. Hoy los dos trabajan juntos, en su casa. Su emprendimiento se llama Crema del Cielo, “porque Lolo está en el cielo” -explica-, para el que confeccionan desde ropa hasta blanquería para niños.
De la vida que tuvieron con Lolo quedan los buenos recuerdos, las acciones que llevan adelante para su cumpleaños y un cofre con algunos juguetes. Hoy, las horas de Celeste y Leonardo están dedicadas a Apolo, a quien todos los días llevan y van a buscar al jardín. Y que, de a poco, empieza a conocer al hermano que nunca vio. “Nuestro hijo es muy chico, tiene tres años, pero sabe quién es Lolo, que era su hermano, que falleció. Mira sus fotos y a veces agarra algún juguete suyo, lo toca, alguno se lo apropió. Al principio yo quería salvaguardar las cosas de Lolo. Decía ‘esto tiene sus huellas, que no lo toquen, que no le dé el sol, que quede intacto. Y no. Hoy es hermoso ver que Apolo agarra algo de su hermano y dice ‘mamá, Lolo’, y se lleva ese juguete”.