Uno: el melancólico tango que Enrique Santos Discépolo escribió en su momento más difícil
“Uno busca lleno de esperanzas, el camino que los sueños prometieron a sus ansias / Sabe que la lucha es cruel y es mucha, pero lucha y se desangra por la fe que lo empecina / Uno va arrastrándose entre espinas y en su afán de dar su amor, sufre y se destroza hasta entender, que uno se ha queda’o sin corazón I Precio de castigo que uno entrega por un beso que no llega o un amor que lo engañó I Vacío ya de amar y de llorar, tanta traición…”, escribió completamente desgarrado Enrique Santos Discépolo. Hacía ya tres años que el joven pianista Mariano Mores le había presentado una pieza a la que había llamado Cigarrillos en la oscuridad para pedirle que le pusiera letra. Y el poeta la había escuchado varias veces en su casa mientras hacía anotaciones en su libreta frente a la mirada entusiasta del maestro. Pero algo en esa melodía le estrujaba el corazón y le impedía plasmar sus sentimientos en papel.
El tiempo fue pasando. “Vas a ver lo lindo que va a quedar ese tango”, le decía Discépolo al creador de El cuartito azul cada vez que lo veía. Pero la letra nunca aparecía. Finalmente, en el mes de abril de 1943 y cuando el ascendente Mores estaba a punto de subirse a un escenario junto al director de orquesta uruguayo Francisco Canaro, el compositor se presentó en los camarines del teatro con la partitura en la mano. “Si yo tuviera el corazón, el corazón que di / Si yo pudiera, como ayer, querer sin presentir / Es posible que a tus ojos, que me gritan su cariño, los cerrara con mil besos / Sin pensar que eran como esos, otros ojos, los perversos, los que hundieron mi vivir”, decía el tema en su estribillo. Y terminaba: “Si yo tuviera el corazón, el mismo que perdí / Si olvidara a la que ayer lo destrozó y pudiera amarte / Me abrazaría a tu ilusión, para llorar tu amor…”.
Sin lugar a dudas, Enrique había logrado describir como nadie el desconsuelo de quien sufrió una traición tan grande, que muy a su pesar se siente incapacitado de volver a confiar en el amor. Y decidió que el título que podía englobar ese sentimiento nacido de sus entrañas era Si yo tuviera el corazón, tal como rezaba el verso inicial de la segunda parte. Claro que, cuando empezaron a tocarlo, el público fascinado empezó a pedir por este tema y lo terminó rebautizando. “¡Toquen Uno!”, gritaban. Y Uno se consagró entre los tangos más emblemáticos de la historia argentina.
Pero, ¿qué le pasaba a su autor al momento de escribir una pieza tan sentida? El gran tormento de Discépolo tenía nombre de mujer: Tania. Él le decía La Gallega, porque había nacido en Toledo, España, bajo el nombre de Ana Luciano Divis. Su primera visita a la Argentina había tenido lugar en 1923, el marco de una gira a la que había llegado acompañada por su marido, Antonio Fernández Rodríguez, y su única hija, Ana. Pero al poco tiempo regresó ya sin la niña, que se había quedado al cuidado de su familia. Y no tardó mucho en terminar con su pareja para dedicarse a triunfar como cantante de tango. Así fue como la conoció Enrique.
Todo comenzó cuando José Razzano, el ex compañero de dupla de Carlos Gardel, le insistió a Discépolo para que fuera al cabaret Follies Bergère a ver a esta mujer de mirada misteriosa que, siempre con su boquilla en mano, hacía una particular versión de Esta noche me emborracho. Ella, según confesó años más tarde, estaba demasiado “engrupida” como para fijarse en un hombre que no tuviera una posición económica acorde a sus pretensiones. “Eso de encontrar a un muchacho bueno no figuraba en mi vocabulario”, explicó. Pero él se enamoró perdidamente. E hizo hasta lo imposible por lograr que ella le diera una oportunidad.
La de Enrique y Tania fue una relación muy turbulenta. Ella sentía que no encajaba en los círculos de intelectuales que solía frecuentar el compositor. Llegaba manejando su propio Buick, en una época en la que las mujeres no conducían, y se mostraba descarada como pocas, al punto de que muchos de sus amigos terminaban sintiendo pena por Discépolo. “Si me vieran desnudo, la entenderían a la pobre”, cuentan que les decía él, quizá para tratar de justificarla.
Después de haber convivido durante más de una década en un departamento porteño que alquilaban “a medias”, en 1941 ambos se mudaron a una casa en la zona de La Lucila. No tenían intenciones de casarse, pero sí de lograr una vida de pareja más tradicional. Sin embargo, La Gallega a la que Alfonsina Storni había convencido de que ese “flaco fané y descangayado” era el hombre de su vida, no pudo con su genio. Y, en medio de las habladurías que daban cuenta de sus andanzas, la crisis se convirtió en una constante en el seno del hogar. Así que Discépolo se encargó de volcar su dolor en los tangos.
Fue entonces cuando Discépolo escribió la letra que Mores esperaba. “En esa época estaba raro, no sé en realidad qué diablos me pasaba. Me entró de pronto una melancolía inexplicable, una melancolía de canario. Yo, que generalmente tengo buen humor, estaba insoportable. Quería pelearme con todo el mundo: con los guardas, con los colectiveros. ¿Se dan cuenta? Yo con este cuerpo quería pelear. Fue una temporada terrible. En casa, un poco alarmados, llamaron al médico. No tenía nada. El médico, pobrecito, me aconsejó lo de siempre: que dejara de fumar, que dejara de beber, que dejara de acostarme tarde. Puesto que se trataba de dejar de hacer algo, yo decidí dejar de tomar el tranvía. Seguí fumando, bebiendo y acostándome tarde. Porque lo que en realidad tenía, era vejez, cansancio. Cansancio de vivir. En ese momento me hubiera gustado hablar de otra manera, respirar de otra manera, caminar al revés, que se yo. Me molestaba el tráfico, las bocinas, el grito de los vendedores”, confesó el poeta en una entrevista para el ciclo Cómo nacieron mis canciones, que se emitía por Radio Belgrano.
Y explicó: “Nada justificaba ese estado mío. Lo tenía todo, estaba sano, era feliz. Un hombre en esas condiciones debería cantar, saltar de alegría, sonreír como fabricante de dentífrico. En cambio, yo escupía pólvora, estaba áspero como un limón, intratable. Me acuerdo de aquellos días, cuando hice lo único lógico en ese clima de ilógica: me encerré. No en un baúl ni en un ropero. Me encerré en mi casa, desconecté el teléfono. La puerta de entrada no se abría para nadie. Y, en esos diez días de 1943, pensé en mi vida, en las cosas de mi vida. Pero ojo, no pensé en los momentos buenos, no; pensé en los malos momentos y esa fue la autovacuna que me curó. Es decir que me curé con mi propia rabia, con mi propia amargura. Aquello pasó y seguramente no volverá a repetirse. Cité aquel estado especial de mi espíritu para justificar esa amargura descripta en el tango Uno, poesía que muchos amigos me dijeron que les resultaba tremenda y desoladora. Tal vez tengan razón, no sé, pero lo que sí es cierto es que en otras circunstancias no hubiera escrito lo que escribí. Aquellos diez días de locura absurda me ayudaron a preparar el tema, la desilusión amarga del que no puede amar aun queriendo amar no había sido tratada todavía. Yo aprendí en aquellos días de reviro que la gente sería inmensamente feliz si pudiera no presentir”.
La canción fue estrenada por Tania en el teatro Astral. Y fue un suceso. Años más tarde, Discépolo viajó a México donde conoció a la bella actriz Raquel Díaz de León y comenzó con ella una relación que parecía ser mucho más sana. Pero al poco tiempo, la mujer que había sabido seducir entre otros al cantautor Agustín Lara, quedó embarazada. Y, cuando La Gallega se enteró, no lo resistió y viajó hasta tierra azteca para obligar al compositor a volver con ella. Cuenta la leyenda que hasta lo amenazó con suicidarse si no lo hacía.
Enrique Luis Discépolo Díaz de León, el único hijo del poeta, nació el 21 de abril de 1947. Pero su padre no lo conoció, ya que había abandonado a su madre con seis meses de embarazo. Tita Merello y Luis Sandrini viajaron especialmente para oficiar de testigos de la paternidad del poeta y convertirse en sus padrinos. Discépolo en cambio, le empezó a mandar partidas de dinero e intentó compensar su ausencia con sentidas cartas, pero siguió al lado de Tania hasta el 23 de diciembre de 1951, cuando falleció con apenas 50 años de edad.