A 40 años de la muerte de Truman Capote: “Soy alcohólico, soy drogadicto, soy homosexual, soy un genio”
Buscó con desesperación tender un puente con su infancia desgraciada, sin amor, sin apuntes, sin esbozos de cariño, sin rincones. En ese camino de regreso, desolador, impiadoso, Truman Capote dejó sembradas las semillas de la mejor literatura estadounidense y el embrión de una nueva concepción del periodismo, de una original y caudalosa manera de contar los hechos noticiosos que, para su época, fue incluso hasta insolente; también desplegó una fresca manera de acercarse al lector común para deslumbrarlo, para incitarlo y conmoverlo. Truman Capote buscaba cómplices, no lectores. También buscó el amor. Y también lo buscó con desesperación. Cuando en la infancia se es víctima del desamor, todo lo que queda a mano es la desgracia. Y el miedo. Y un coraje denodado para enfrentar y sufrir lo insufrible.
Sobre el final de sus días, murió el 25 de agosto de 1984, hace cuarenta años, ya estragado por el alcohol, las drogas y, de nuevo, por el desamor, porque la sociedad que lo había mimado le había dado la espalda y lo había condenado al ostracismo, definió su vida con un alarido: “Soy alcohólico, soy drogadicto, soy homosexual, soy un genio”. Llevaba razón. En todo. Dos meses antes de morir enfrentó una entrevista con otras dos frases breves, hirientes, endemoniadas que lo pintaban de cuerpo entero, pero que también tallaban su angustia: “Aquí está el incomparable Truman Capote. Nunca hubo nadie como yo. Y no habrá nadie como yo cuando me vaya”. También llevaba razón. En todo. Y entre sus papeles revueltos, ya después de su muerte, encontraron el recorte de una revista que Truman había rasgado con sus uñas y que incluía una cita de Marco Polo, el gran viajero del mundo: “Y sólo escribí la mitad de lo que vi…”
Truman, que había sido el gran viajero de la sociedad americana de posguerra y de los años sigilosos y aterradores de la Guerra Fría, también contó la mitad de lo que había visto. Y había visto mucho. Lo hizo con astucia, con malicia, con ternura y con asombro; pero también con un descaro implacable y una crueldad descarnada que sacudió las entrañas de una generación de escritores y de varias generaciones de lectores que, hasta entonces, estaban signados por próceres como Ernest Hemingway, William Faulkner, Tennessee Williams o John Steinbeck: allí hay tres Nobel de Literatura. Truman nunca alcanzó la altura de esos padres, pero puso un brasero ardiente bajo aquellos pies de bronce.
Truman Capote no se llamaba así. Era Truman Streckfus Persons. Sus padres eran dos chicos alocados; él, Archulus “Arch” Persons, tenía veintiséis años cuando conoció a Lilie Mae Faulk, de diecisiete. El bebé llegó el 30 de septiembre de 1924, en Nueva Orleans, cuando ya los dos chicos impetuosos estaban separados, se divorciarían recién siete años después. Truman nació en Nueva Orleans porque su mamá fue a parir en la ciudad donde vivía su papá. Pero su papá se deshizo de ambos y los mandó a Monroeville, Alabama, donde Lilie tenía familiares lejanos.
Truman diría de esos años: “Tuve una niñez difícil. Era raro que viera a mi padre: él se casó tres o cuatro veces. Mi madre no era mala conmigo; simplemente tenía otros intereses. No pasé privaciones económicas; siempre hubo dinero para mandarme a buenas escuelas y todo eso. Pero simplemente sufrí un total abandono emocional. Nunca sentí que perteneciera a ningún lugar.” Sin embargo, Truman encontró un ancla en Monroeville: una chica dos años menor que él, Harper Lee, que sería su amiga y una escritora magnífica, autora de una novela célebre: “Matar a un ruiseñor”, y que años después acompañaría a Truman en una aventura extraordinaria: la investigación de un cuádruple crimen que daría origen a una obra maestra de Capote.
En aquella aldea sureña Truman era un chico raro. Era una especie de genio. Tenía un coeficiente intelectual de 215 que había sido calculado en unos exámenes a los que no tuvo más remedio que prestarse para que alguien descubriera por qué era un chico tan extraño. En medio del torbellino de su infancia, su madre cambió de vida, para lo que también cambió de nombre y fue de allí en más y para siempre, Nina. En el ambiente granjero, rural y un poco áspero del sur, Truman empezó a escribir para aliviar su aislamiento, para salir de una infancia solitaria y quién sabe si perdida.
Nina se casó por segunda vez con José “Joe” García Capote, un coronel, o al menos decía ser coronel, y empresario de las Islas Canarias que vivía en Cuba. El coronel hizo mucho, con poco, por aquellos dos seres desolados: le dio su apellido al chico y se alzó con su flamante esposa y su hijo adoptado a vivir a Brooklyn. Truman siempre lo veneró por eso. Es verdad que a Truman nunca le faltaron buenos colegios: estudió en el Trinity School, uno de las mejores instituciones privadas católicas de la zona alta oeste de Manhattan, en la calle 91 y a un paso del gran lago del Central Park, y luego en la St. John’s Academy. Pero a los diecisiete años ya era el aprendiz más joven de la prestigiosa revista “The New Yorker”. Según él mismo evoco, su tarea en “New Yorker” era la de “seleccionar tiras cómicas y recortar periódicos”. Pero su trabajo, aunque fuese digno de un catecúmeno, lo puso en contacto con un mundo que lo fascinaba. A los veintiún años dejó la revista y publicó una serie de relatos, “Miriam”, “The headless hawk – El halcón sin cabeza” y “Shut a final door – Cierra la última puerta”, entre otros, que aparecieron en diferentes revistas de la época que unían la actualidad con la literatura.
Todo circulaba por el andarivel de una suerte dispar. “Shut a final door”, por ejemplo, fue rechazado por “Harper’s Bazaar” y fue publicado en cambio por “The Atlantic Monthly” lo que le valió a Truman el Premio O. Henry. El joven Capote, bello, de intensos ojos azules, pelo colorado, voz de pito, modos afeminados y poses provocativas, había caído de lleno en el mundo de la literatura.
La crítica lo aplaudió y lo elogió con abundancia de adjetivos, los merecía, y lo juzgaron como un discípulo de Edgar Allan Poe, comparación que Truman aceptó halagado y conmovido. A los veintitrés años era famoso: en 1948 publicó su primera novela, “Otras voces, otros ámbitos”, en la que habló en forma abierta de la homosexualidad y volcó gran parte de sus atormentadas experiencias de chico con un recurso propio que, hasta entonces, había sido ensayado apenas, con temor y prudencia, por otros escritores: mezclar realidad y ficción hasta que se hiciera imposible distinguir a una de otra. Enseguida llegan “El arpa de hierba”, el retrato de un joven huérfano en una pequeña, cerrada y curiosa comunidad americana, y la legendaria “Desayuno en Tiffany’s”, en 1958, que Blake Edwards llevaría al cine con Audrey Hepburn como protagonista.
En el camino de regreso a la infancia, la fama era una de las piedras basales del puente del retorno. Y Truman se zambulló en aquel líquido viscoso y denso que era el corazón del jet set neoyorquino, que por entonces ni era jet ni era set, y en la estruendosa algarabía de Hollywood. Bailó con Marilyn Monroe, anduvo tras los pasos de Montgomery Clift, otro atormentado, frecuentó a Marlon Brando, se codeó con Tennessee Williams y escandalizó al mundo entero con sus desplantes y sus provocaciones sostenidas por el alcohol y la etapa iniciática en el fatal terreno de las drogas. Gran parte de esa vida, la pasó junto al escritor Jack Dunphy, que fue su pareja de siempre en medio de un tumulto de amantes de Truman entre los que no faltaron desde actores jóvenes hasta técnicos en refrigeración.
Dunphy escribió una obra trascendental “Querido genio – Memorias de mi vida con Truman Capote” en la que describe al Truman que amaba y al Truman concentrado en alcanzar el éxito y sumergido en la bebida y la cocaína. La de Dunphy es acaso el retrato más íntimo y profundo de Capote del que se desprende que hubo épocas en las que vivieron separados: eso les daba a ambos cierta autonomía afectiva y, a Dunphy, “me ahorraba la angustia de verlo beber y drogarse”. La de Capote parecía, en cambio, una angustia sin límites. Su puente de regreso a la niñez había sido bombardeado en 1954 por un hecho brutal: su madre se había suicidado con barbitúricos a los cuarenta y nueve años.
El 15 de noviembre de 1959 dos desconocidos, Dick Hickock y Perry Smith, llegaron a un pueblo que pudo ser el Monroeville de Capote, pero que era Holcomb, casi una aldea vecina a Garden City, Kansas; invadieron en la noche la granja solitaria de Herbert Clutter y asesinaron sin motivos al granjero, a su mujer, Bonnie, y a sus hijos Nancy, de 16 años y Kenyon, de 15. Habían creído las mentiras de un antiguo compañero de cárcel que aseguraba que los Clutter guardaban una suma vecina a los quince mil dólares. Fue noticia en el “New York Times” y la revista “Time” le dio al caso apenas una columna en su edición de la semana siguiente, con un título corto de tres líneas y de una síntesis magistral: “In cool blood – A sangre fría”.
Truman olió la gran historia. Años después, en enero de 1966, en un reportaje para Doubleday, frente a George Plimpton, evocaría “No lo decidí. Al menos, no inmediatamente. Luego de leer el artículo, de pronto me di cuenta de que un crimen, el estudio de esos asesinatos, podía aportar el contexto amplio que necesitaba para escribir el tipo de libro que quería escribir. Además, siendo el corazón humano lo que es, el asesinato era un tema con pocas probabilidades de envejecer con el paso del tiempo. Pensé en la noticia durante todo aquel día de noviembre y el día siguiente; y me dije a mí mismo: ¿por qué no este crimen? El caso Clutter. ¿Por qué no empacar y viajar a Kansas para ver qué pasa? ¡Claro que era un pensamiento atemorizante! Llegar sólo a un pueblo pequeño y extraño, estremecido por un caso no resuelto de asesinato múltiple. De todas maneras, que las circunstancias del caso resultaran poco familiares -geográfica y atmosféricamente- lo hacía más tentador todavía. Todo resultaría fresco: el acento y la actitud de la gente, el paisaje, el clima. Consideraba que todo eso no haría más que agudizarme la vista y afinarme el oído.”
En “New Yorker” también habían olido la gran historia dado que tenían al hombre para contarla. Le dieron dos opciones a Truman que, un par de días más tarde, pidió consejo a su amiga Slim Keith. Le confesó: “Me dieron a elegir entre salir por Manhattan con una empleada doméstica por hora que jamás ve a los dueños de los departamentos en los que trabaja, o ir a Kansas a cubrir el asesinato de una familia. ¿Qué hago?” La respuesta de Keith, sin imaginar lo que implicaba, fue: “Truman, hacé lo más sencillo: andá a Kansas”.
Y Truman fue, acompañado de su fiel amiga de Monroeville, Harper Lee. En 1966 le dijo a Doubleday: “Al final, no viajé solo. Fui con Harper Lee, mi amiga de toda la vida. Es una mujer muy talentosa, cálida y valiente. Tiene una capacidad para conmover instantáneamente a la gente, por más sospechosa o parca que sea. Había terminado recientemente su primera novela, “Matar a un ruiseñor”, y sin demasiado por hacer, resolvió acompañarme en el papel de asistente de investigación. Si hubiera advertido entonces lo que me deparaba el futuro, jamás me hubiera detenido en Garden City. Habría continuado manejando”.
Así fue como nació “A sangre fría”, una tragedia griega, una gigantesca investigación de seis años en los que Capote vivió en Kansas, reconstruyó la historia de los Clutter y de sus asesinos, pintó con el pincel de Tolstoi la aldea estadounidense inmersa en la Guerra Fría, entrevistó a los criminales, se sintió atraído por uno de ellos, Dick Perry, y que sólo terminó cuando Capote, como testigo, vio la ejecución de los dos criminales en la horca, el 14 de abril de 1965.
Si Truman se enamoró o no del asesino Dick Perry, se llevó el secreto a la tumba. Su atracción, en todo caso, estuvo ceñida a cierta identificación en la historia personal del asesino de los Clutter con su propio historia; tal vez haya sido otra de las piedras del puente de retorno de Capote a su niñez. Si Holcomb, el pueblo de los Clutter, pudo ser el Monroeville de Capote, tal vez Truman bien pudo ser Perry. En aquel reportaje de 1966 reconoció: “Creo que Perry hizo lo que hizo por lo que él mismo sostiene. Su vida fue una acumulación permanente de desilusiones y retrocesos, y de pronto se encontró, aquella noche, en la casa de los Clutter, en un callejón psicológico sin salida. Los Clutter era un símbolo perfecto de todas sus frustraciones de vida. Como Perry mismo afirmó: ‘No tenía nada en contra de ellos y nunca me hicieron nada, como sí me hicieron otros en mi vida. Tal vez ellos eran los que debían pagar por todo’”.
Ese gigantesco fresco norteamericano que es “A sangre fría”, mezcla de realidad y ficción, dio origen a una nueva ciencia estilística en la narración periodística: “non fiction” la llamaron entonces los americanos y aún sigue vigente, aunque cada vez con menos exponentes. Y el padre de esa criatura, aquel que ansiaba sobre todo fama y éxito, trepó entonces a lo más alto de una pirámide que albergaba en su vértice a millonarios, políticos, intelectuales, actores y actrices símbolos de la época y, sobre todo, a la altísima sociedad estadounidense. Todos recibieron a Truman como a un niño mimado, travieso, obstinado, escandaloso, acaso algo peligroso pero manejable.
Fue un enorme y riesgoso error de percepción por ambas partes. Ni Truman era por entero la persona a la que veían, ni aquella “high society” había acunado a Truman como Truman pensaba que lo habían acunado. El escritor famoso ya deambulaba como un funámbulo, harto de alcohol y drogas, fidelísimo a sus definiciones talladas con un hacha: “Soy alto como una escopeta e igual de ruidoso”. Lo de la escopeta era verdad, medía un metro cincuenta y cinco. Y lo del ruido era la búsqueda de una madurez que jamás llegó y que había quedado atada al ancla inerte de sus ambiguos sentimientos hacia su madre, que también había caído en el alcohol antes de su temprano suicidio. Nadie le dijo a Truman que no tirara demasiado de la cuerda, que era lo que a Truman más le gustaba.
Capote había elegido una frase de Santa Teresa de Jesús para su siguiente obra. Teresa aseguraba que siempre se derraman más lágrimas por las plegarias a las que Dios atiende, que frente a las olvidadas por Su misericordia. En 1975 Truman publicó “Plegarias Atendidas”, que contenía un espejo brutal de la sociedad de exclusivos que le había abierto las puertas de sus mansiones y le había confiado sus secretos. Truman fue despiadado, crudelísimo, brutal e impiadoso con sus retratados. Quién sabe si aquella frase resentida y vengativa de Perry, el criminal, “tal vez ellos eran los que debían pagar por todo” no retumbaba en Truman en el momento de escribir “Plegarias…”
Fue un desastre y Capote sucumbió en él. Una de las mujeres cuya historia revelaba el libro, con un nombre de ficción que apenas simulaba su nombre real, su suicidó con barbitúricos. Un dato estremecedor rodeaba ese suicidio: la mujer había usado para matarse el mismo fármaco que había usado la madre de Capote. Las puertas de aquel mundo que se habían abierto a su genio, se cerraron ahora ante su crueldad. Los aterrados llamados telefónicos que Truman dirigió a los ofendidos no fueron contestados, sus plegarias no fueron atendidas, la mezcla de ficción y realidad había traspasado las fronteras. El juego había terminado.
Uno de sus amigos diría después: “Desde que escribió “Plegarias atendidas”, Truman nunca volvió a ser feliz”. Fue peor que eso: Truman nunca volvió a escribir, salvo “Música para camaleones”, en 1980. Después, los años pasaron veloces y vacíos, entre el desenfreno de fiestas que presumían de millonarias, en el vértigo de las discotecas de moda, la legendaria “Studio 54″ de Manhattan lo tuvo entre sus clientes exclusivos, y entre conferencias y charlas en institutos y universidades prestigiosas, muchas de ellas anuladas sin embargo con un razón que sonaba a epitafio: “Por ebriedad evidente e incoherencia del escritor”.
Su intento por terminar de cruzar el puente lo llevó a intentar controlar el alcohol y la droga que rasgaban su cuerpo atacado también por la epilepsia. No pudo, como tampoco pudo abarcar el desierto de su enorme soledad. Recibió el año nuevo de 1983 en el hospital de Southampton de Nueva York. Después deambuló de hospital en hospital, Nueva York, Suiza, Miami, sin hallar una institución que se hiciese cargo de un paciente incontrolable. Su médico, Bertram Newmann, fue tan brutal como su paciente cuando escribía. Le dijo: “Truman, si se endereza tiene muchos, muchos años por delante. Pero si va a seguir por este mismo camino es mejor que se pegue un tiro en la boca.”
Truman ni se enderezó, ni se pegó un tiro. Eligió dejarse ir.
El 25 de agosto de 1984, en la mansión de Bel Air, Los Ángeles, donde vivía Joanna Carson, la esposa del animador Johnny Carson, Truman despertó pálido y agitado, agotado también. Si sabemos cómo fueron sus últimas horas, es gracias al testimonio de su amiga Joanna que pensó que un buen desayuno californiano podía reanimarlo. Pero Truman no la dejó irse de su lado. Habló. Durante tres, cuatro horas, habló de su vida, en especial de su madre. No había bebido. Sólo necesitaba hablar. La autopsia dijo que no había rastros de alcohol en su sangre. En cambio, sí había tomado Valium y Dilantin, y Codeína y Tylenol, y otras dos o tres marcas diferentes de drogas.
Joanna contó luego que quiso llamar a los médicos, pero que Truman no se lo permitió: “Joanna, no quiero volver a pasar por todo eso. Si te importo algo, no hagas nada. Déjame ir”. Minutos después, su voz se hizo un susurro. Dijo cuatro últimas palabras: “Mamá, mamá” y “Siento frío”.
Truman Capote murió a las 12.21, por fin del otro lado del puente.