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TV color en ciernes y pasión: aquellos domingos de Lole Reutemann en la Fórmula 1 que volvió a traer Colapinto

Franco Colapinto y Carlos Reutemann
Reutemann y Colapinto, hermanados por el fervor que provocaron en el público argentino

El ritual se cumplía en forma religiosa. Sin distinción de edad, género o posición económica. Era de esos extraños fenómenos, que se dan en forma esporádica y que logran el milagro de unirnos a los argentinos. En buena parte de la década del ‘70 y comienzos de los ‘80, poníamos felices el despertador, aunque fuera domingo, para ver las carreras de Carlos Alberto Reutemann en la Fórmula 1.

Junto a Guillermo Vilas y Diego Maradona, configuraba la santísima trinidad de mis ídolos, allá por 1980, cuando se produjo su pase a Williams, en sintonía con la llegada de la televisión en colores a nuestro país. Como una ecuación lógica, a la ansiedad de mis 7 años por esa pequeña revolución tecnológica, se sumó el deseo de verlo en colores. Era algo lejano para las posibilidades de mis viejos. Antes, todas las familias tenían a una persona que venía un par de veces al año a reparar la tele blanco y negro. En mi caso, era Don Ángel. Siempre me quedaba a su lado viendo cómo trabajaba cambiando válvulas y moviendo perillas. Un frío sábado de mayo de ese año, hizo su aparición. En medio de la tarea, me dijo: “Acompañame hasta la puerta y me ayudás con las herramientas”

Allí fuimos y llevé ese antiguo maletín lleno de pinzas y destornilladores, mientras él trasladaba una caja. Retomó el trabajo y me preguntó si había podido ver la tele en colores, que llevaba menos de un mes en nuestro país. Le respondí que no. Conocedor de mi pasión me dijo: “¿Te gustaría verlo así mañana a Reutemann?”. El ¡sí! se escuchó en todo el barrio de Congreso. Entonces abrió la enorme caja y de ahí, con mucho esfuerzo, sacó el televisor en colores que mis viejos habían podido comprar. Tan asombrado como emocionado, observé cómo lo instalaba. Y la magia fue definitiva cuando aparecieron las primeras imágenes, a todo color. Salí corriendo a abrazar a mis viejos, mientras Don Ángel me decía: “Quién te dice que le traemos suerte y Lole gana mañana en Mónaco”. Parece que no solo sabía de televisores, sino que también veía el futuro, porque menos de 24 horas más tarde, el argentino se daba el gusto de volver a ser el triunfador de un gran premio, luego de un año y medio, en el siempre complejo trazado del principado.

Reutemann no parecía el argentino típico: metódico, parco, exigente, detallista y casi huraño, quizá por una extrema timidez. Sin embargo, pese a una forma de ser tan particular, era amado y seguido por todo un país. Con un carisma a su manera, nos hacía parte de lo más selecto de automovilismo mundial. Y, por eso, nos sentíamos expertos en la materia, opinando sobre el compuesto de los neumáticos, cajas de cambios, embragues, rectas, curvas y alerones.

No era (ni es) fácil llegar hasta la Fórmula 1. Lole lo hizo y se encaramó entre los mejores durante una década. Apenas un punto lo separó de la gloria máxima de ser campeón del mundo, pero ya había ganado los corazones de todos, corriendo en las mejores escuderías del planeta, peleando palmo a palmo en cada circuito con monstruos como Emerson Fittipaldi o Niki Lauda. Primero en blanco y negro y más tarde en colores, nos poníamos frente al televisor que nos traía su imagen a bordo del blanco Brabhan, la roja Ferrari, el negro Lotus o el verde y blanco Williams. Respetado por sus colegas, admirado por los fanáticos del mundo entero, por aquí había algunos que lo tildaban de segundón o tibio, a un tipo que iba a más de 200 kilómetros por hora…

Fui de aquella generación privilegiada. La de los pibes que inexorablemente nos acercamos al deporte en esos años, del inicio del auge de los eventos transmitidos en vivo y con una camada brillante en las más diversas disciplinas, que conformaban el propio Reutemann, con Guillermo Vilas, Hugo Porta, Carlos Monzón y la Selección de fútbol. Después de un ‘79 complicado con Lotus, salió tercero en el campeonato mundial del ‘80, sumando puntos en las últimas 10 carreras y perfilándose como un gran candidato al ansiado y esquivo título para 1981, a bordo de un potente Williams. En la primera carrera de la temporada, fue segundo, al dejar pasar a su compañero de equipo, Alan Jones, cumpliendo con el contrato. Pero dos semanas más tarde, bajó la lluvia en Brasil, al darse la misma situación, tuvo su único acto de rebeldía, ignorando todo, hasta el cartel que desde los boxes le indicaba que debía ceder su lugar. Se impuso de manera brillante, aumentando el enojo que venía acumulando el australiano Jones en su contra.

Solo 14 días después, el mundo de la Fórmula 1 desembarcó en Argentina, fecha clásica en el calendario, aunque nadie podía suponer que esa sería la última, hasta el retorno en 1995. De sorpresa, mis abuelos maternos, con quienes compartía muchas horas, me dijeron que habían sacado entradas para ir el sábado al autódromo a ver las pruebas de clasificación. Creo que estuve dos días sin dormir, pensando en que iba a estar cerca de esos maravillosos autos.

El viejo Dodge ‘69 de mi abuelo Carlos enfiló hacia una zona desconocida para mis ojos. Llegamos con mucha antelación y lo estacionamos en un predio enorme, lindante con el circuito. Nos instalamos en una tribuna situada en una de las curvas, que lentamente se fue llenando de gente. De pronto, a lo lejos, comencé a percibir un sonido extraño, como un rumor que se iba a acercando. Desde lo alto, pude observar cómo venían los primeros autos, en una sensación imposible de describir.

“Ahí viene Jones”, gritó uno y la gente se volcó en manada contra el alambrado, para recordarle al australiano cosas de su madre, tía y hermanas. El hombre pasó raudo, por supuesto que sin escuchar por el ruido ni entender el idioma, pero el público estaba satisfecho haciéndole conocer sus “gratos” deseos.

Hasta que llegó el momento. Ese que me emociona hasta el día de hoy. Me puse en puntas de pie porque suponía que iba a venir él y así fue. Se me hace imposible describir la sensación del instante en que, a lo lejos, divisé la silueta del Williams del Lole. Entre mis dos abuelos me alzaron para que lo vea mejor y, de paso, tocara el cielo con las manos. Obviamente fue una ráfaga, pero la más maravillosa del mundo.

Reutemann dominó toda la temporada y era el más nítido candidato a la corona, sacando muchos puntos de ventaja sobre el brasileño Nelson Piquet. La diferencia se fue reduciendo a medida que llegaban los tramos decisivos, a tal punto que, al momento de la última carrera, la distancia era de apenas una unidad. Esa competencia sería en el debutante circuito de Las Vegas, emplazado en las playas de estacionamiento del Cesar Palace.

A contramano de la historia, la competencia fue sábado y no domingo. Le rogué a mi viejo que no fuera a trabajar para verla juntos, pero él debía cumplir en el dictado de un curso de farmacología, que tanto apreciaban sus alumnos. Para él, la persona más recta y cumplidora que conocí, decirme que no le debe hacer dolido en el alma. Pero antes de irse, me advirtió: “Seguro que Lole sale campeón, pero si no se da, no hay que ponerse triste”. Nos ubicamos con mi vieja frente a la tele y enseguida nos dimos cuenta que iba a ser una tarde difícil. El auto de Lole anduvo peor que nunca, hasta que Piquet lo superó, derribando el sueño. Traté de hacerme fuerte, pero las lágrimas de desconsuelo, brotaron sin parar.

Reutemann solo corrió las dos primeras competencias del ‘82 y dijo adiós. Fue una sana decisión para él, pero un vacío tan grande como su talento para nosotros. La ilusión, esa que alentábamos domingo tras domingo, se bajó del Williams. Y es la misma, que ahora, vuelve a subirse al mismo auto, de la mano de Franco Colapinto.

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