El fútbol argentino entre la ordinariez y la excelencia
Por popularidad, generación de recursos e inversiones, peso específico y despliegue territorial, el fútbol parece correr por separado del resto de los deportes. Algo así como que el atletismo, la natación, el básquet o la gimnasia forman parte de un gran conjunto de disciplinas con una lógica más o menos en común, sintetizada en el olimpismo, pero el fútbol “es otra cosa”.
Esta sensación, probablemente discutible en ciertos puntos relevantes del planeta –Estados Unidos y China son dos ejemplos fundamentales de intentos infructuosos para convertir al fútbol en una actividad masiva sin necesidad de anabólicos-, se hace aún más fuerte en la Argentina, país en el cual ni siquiera el brazo deportivo de los gobiernos, si existiese o hubiesen existido, se meten con la actividad que más nos cautiva. No importa si la autoridad política del deporte fue, justamente, futbolista de excelencia y como tal conoce el asunto infinitamente más que un ministro o un presidente (Perfumo, Morresi, MacAllister), la consigna siempre pareció ser “ese tema déjamelo a mí”.
En estos tiempos quizás más que nunca, podemos, además, subdividir al fútbol dentro de su propio ámbito. Existe un futbol doméstico. Ordinario, incomprensible, cada vez más difícil de vender no solo fuera de nuestras fronteras –muchos partidos tienen niveles de audiencia insostenibles para cualquier otro producto televisivo- y con un fenómeno barra que nadie se encarga de poner en caja. Hay mucho más que esto: sistemas de competencia inestables, saturación extrema de calendarios y demás encantos producto de este ridículo de tener más de 120 equipos amuchados en las tres principales categorías. No tiene sentido que insista en enumerar mucho más: ustedes, con el solo hecho de ir a la cancha de vez en cuando tendrán su propia lista de buena fe con derecho a inventario.
Se trata, además, de un fútbol doméstico acostumbrado a un silencio casi de omertá. Por convicción, por conveniencia, por comodidad o por temor a las represalias, casi no existen representantes de clubes que levanten la mano con la intención de expresar siquiera la mínima objeción a las imposiciones de un poder omnímodo. Esta lógica, que en muchos casos convierte a la misma persona en dos individuos diferentes –en off opuestos al dislate, en on, absolutamente sumisos-, lleva décadas; tantas como huele a decadencia una competencia que algunos micrófonos te venden como de las más competitivas del planeta.
Existe, también, un fútbol de seleccionado. Hubo un tiempo, arbitrariamente lo simplificará como previo a la llegada de César Luis Menotti a la AFA, en la que el reclamo de excelencia se sintetizaba con que jamás podía irnos bien en un Mundial o en un Sudamericano si el combinado nacional no era capaz de jugar mejor que los equipos de clubes.
Hace rato que, por suerte y aun con algunos baches cronológicos, navegamos otras aguas.
Por estos días, y sin dejarnos influir decisivamente por el hecho no menor de ser campeones del mundo, está claro que nuestro seleccionado juega mucho mejor que cualquier equipo del mercado local. Esto sucede, inclusive, pese al poco tiempo de trabajo de que dispone Scaloni. Pese, también, al inverosímil nivel de exigencia al que se lo expone en cada amistoso. Sin embargo, hasta el último viernes, en esa suerte de metegol entra televisado que fue el no partido contra El Salvador se notaron la innegociable intención de ser un equipo que juega a hacer jugadas y la extraordinaria predisposición para convertir en algo serio un partido en pijama.
Sería sabio no dar por sentado que todo esto siga fluyendo mientras desde los escritorios no se adecenta la calidad de los compromisos de semejante plantel.
El gran sueño, obviamente, es repetir el título dentro de dos años. Detalle histórico: sólo dos países, Italia y Brasil, lo lograron. Al primero le cortó la racha la Segunda Guerra Mundial y Vittorio Pozzo y sus muchachos se quedaron con el combo 1934-38. El segundo fue de la mano de Pelé. Y ni siquiera él pudo darle continuidad cuando llegó el Mundial de Inglaterra en 1966. El último bicampeonato mundial fue, entonces, el de 1958-62. Hace más de 60 años que ningún seleccionado mete el doblete.
Razones para que así haya sido debe haber tantas como equipos lo intentaron. Desde la presunción de aburguesamiento de la Argentina camino a España 1982 o la falta de recambio de Brasil en 2006 hasta el conjuro que le hizo Dibu Martinez a Kolo Muani en Qatar.
Sin pretender simplificar, yo estaría atento a la calidad de estos amistosos post Qatar. Panamá, Curacao, Australia, Indonesia, El Salvador, Costa Rica. Fui futboleramente educado con la convicción de que, del seleccionado, disfruto, sufro y me apasiona cualquier partido. Pero si a esta lista le sumamos la previa del Mundial (Estonia, Honduras, Jamaica, Emiratos Arabes) empiezo a sospechar que las cosas en los escritorios se parecen poco a las que plasman en la cancha nuestros muchachos.
¿Tan difícil es vender al seleccionado campeón mundial, con Messi o sin él? ¿Será un fetiche de periodista snob creer que, para aspirar a seguir siendo los mejores, habría que elevar la vara y no depender solo de las competencias oficiales para enfrentar equipos con los que hasta podríamos cruzarnos en la próxima Copa de la FIFA?
Finalmente, un centro para el preseleccionado olímpico de Javier Mascherano. A la par del buen triunfo ante México y de la magia viral del golazo de Soule, subyacen más cuestiones de escritorio. A veces, cuesta creer que a la FIFA realmente le interese ser parte del olimpismo.
De los 16 equipos participantes en París, 4 serán europeos. Lógico pensando en la localia de Francia y, especialmente, en que fueron países de ese continente los que obtuvieron la mayor cantidad de medallas. Por abrumadora mayoría. 17 medallas doradas sobre un total de 27. Después viene Sudamerica, con 6 doradas y un total de 15 podios: Brasil acumula 7, Argentina 4, Uruguay 2, Chile y Paraguay 1.
Pese a ello, la Conmebol solo dispone de dos plazas para los juegos. Argentina y Paraguay.
El asunto no es tener menos que Europa, sino estar por debajo también de Africa y Asia (3 cada uno y una cuarta que saldrá de un mano a mano entre dos equipos de esos continentes). O tener los mismos cupos que Norte y Centroamérica, que apenas suma tres podios en su historial olímpico.
Probablemente la mejor explicación del ridículo la de la plaza de Oceanía, ganada por Nueva Zelanda después de derrotar 8 a 0 a Vanuatu y 9 a 0 a Islas FIji. Aclaración: para la FIFA, Australia no es parte de Oceanía sino que compite en Asia. Caprichos de la geografía.
Es probable que tanto en la superpoblación de equipos de nuestras ligas como en la insostenible distribución de cupos olímpicos la respuesta sea “son los votos, idiota”. De todos modos, se me ocurre que capaz estaría bueno hacer unos tiritos de reclamo para que llegar a un juego olímpico no sea más difícil que atravesar la Ruta 2 un jueves de Semana Santa. Aunque no sea con el entusiasmo con el que se reclamó a los dirigentes no quejarse de los arbitrajes. Ni de nada que implique alterar el statu quo, por berreta que sea.