El fusilamiento del general Valle: la sublevación fracasada, la palabra rota del almirante Rojas y las últimas cartas
Después de escuchar la confesión del general Juan José Valle en la celda del sexto piso de la Penitenciaría Nacional, en Palermo, donde lo habían confinado para que esperara la hora de su muerte, monseñor Alberto Devoto no pudo contener las lágrimas y abrazó a ese hombre a quien también consideraba su amigo. Valle le devolvió el abrazo y después lo miró a los ojos.
-Ustedes son unos macaneadores. ¿No están todo el tiempo proclamando que la otra vida es mejor? – le dijo al cura con una sonrisa en los labios.
Corrían las primeras horas de la noche del martes 12 de junio de 1956 y el jefe del fracasado levantamiento cívico militar contra la dictadura que se autodenominaba pomposamente “Revolución Libertadora” sabía que la hora de su ejecución había sido fijada para ese mismo día.
Se había entregado esa misma madrugada – tres días después del levantamiento – para evitar más muertes y luego de que el almirante Isaac Rojas, número dos de la dictadura, le prometiera a través del capitán Francisco Manrique que le respetarían la vida.
“Bajo mi responsabilidad, que se entregue. Su vida no correrá peligro ninguno”, le había mandado a decir Rojas, pero no había cumplido. Tampoco cumplía el dictador Pedro Eugenio Aramburu la promesa, hecha ese mismo día, de que ya no se fusilaría a los insurrectos. Esto Valle lo vivía como una doble traición, porque había sido amigo de Aramburu desde los tiempos en que compartieron las aulas del Colegio Militar, aunque luego la política los distanciara.
La última gestión por la vida del general detenido ante Aramburu había corrido por cuenta del propio Francisco Manrique que escuchó de boca del dictador una justificación: si ya habían fusilado a oficiales de menor rango, a suboficiales e, incluso, a civiles, no podía “perdonarle” la vida a uno de los jefes de la sublevación. Más cuando el otro militar peronista que la había encabezado, el general Raúl Tanco, seguía eludiendo la captura.
Los testigos de esas últimas horas de Juan José Valle coinciden en que las enfrentó con entereza. Después de confesarse con monseñor Devoto recibió a su hija Susana, de 18 años, a quien sentó en su falda como cuando era una nena mientras compartían un cigarrillo, el primero que se atrevía a fumar frente a su padre. Para ella tuvo una frase de consuelo:
-Mirá, si vas a llorar… Andate, porque evidentemente esto no es tan grave como vos los suponés; porque vos te vas a quedar en este mundo y yo ya no tengo más problemas – le dijo. “La temperatura de sus manos, no era ni fría ni caliente, estaba absolutamente normal. Papá estaba convencido de lo que iba a hacer”, contaría Susana años después.
A ella también le dio una carta para que se la entregara a su esposa: “Querida mía. Con más sangre se ahogan los gritos de libertad. He sacrificado toda mi vida para el país y el ejército, y hoy la cierran, con una alevosa injusticia. Sé serena y fuerte. No te avergüences nunca de la muerte de tu esposo, pues la causa por la que he luchado es la más humana y justa: la del Pueblo de la Patria”, le decía allí, con letra firme.
Es posible también que durante esas últimas horas antes de enfrentar al pelotón de fusilamiento haya repasado, una y otra vez, los movimientos de la sublevación fracasada y el doloroso saldo de la represión de la dictadura.
Los militares peronistas
Valle y Tanco habían juramentado rebelarse apenas fue derrocado Juan Domingo Perón en septiembre de 1955. Como otros 150 oficiales y jefes leales al líder justicialista habían sido detenidos después del golpe y alojados en distintos barcos para que no pudieran tener siquiera contacto con sus camaradas. En vísperas de Navidad, Aramburu y Rojas les concedieron la prisión domiciliaria siempre y cuando se quedaran en distritos periféricos, lejos de las ciudades.
Valle fue a vivir a la quinta de sus suegros, en la localidad de General Rodríguez. Desde allí comenzó a reunirse con civiles y militares peronistas con la idea de preparar un levantamiento militar con el objetivo de tomar el poder y permitir el retorno de Perón, derrocado en septiembre del año anterior y por entonces exiliado en Panamá.
Para junio de 1956 la movida se venía planificando desde hacía meses y sus líderes sabían que estaba en conocimiento de la dictadura. El general Juan Carlos Quaranta, jefe de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), seguía paso a paso las jugadas de los conspiradores.
En dos oportunidades, Valle y Tanco tuvieron que postergar la acción ante la evidencia de que Aramburu y Rojas contaban con datos precisos. Pero eso no los hizo abandonar el proyecto. Desde su punto de vista, los atropellos de la dictadura cerraban los caminos de la protesta pacífica. La CGT había sido intervenida; los sindicatos, asaltados; cien mil dirigentes obreros, desde simples delegados hasta secretarios generales, habían cesado sus mandatos por decreto. Nunca se habían contado tantos presos políticos en la Argentina. A principios de 1956, los peronistas encarcelados llegaban a 30.000.
El levantamiento del 9 de junio
Finalmente, la fecha del levantamiento quedó fijada para la noche del sábado 9 de junio, y esa vez no lo iban a suspender. Esa noche, pese a lo incierto del resultado, decidieron no echarse atrás. Creyeron que era más importante dar un ejemplo de valentía que postergar las acciones por tercera vez.
El foco más fuerte del levantamiento tendría lugar en La Plata, donde el teniente coronel Jorge Cogorno, el mayor Juan José Pratt y el capitán Jorge Morganti estaban encargados de tomar el Regimiento VII de Infantería y desde ahí seguir las operaciones que contemplaban tomar la central telefónica, la planta de Radio Provincia, el Distrito Militar La Plata, el Segundo Comando de Ejército y el Departamento Central de Policía.
En Campo de Mayo, los rebeldes –liderados por dos coroneles– debían tomar la agrupación de infantería de la Escuela de suboficiales y la primera división blindada. Paralelamente, luego de la emisión de la proclama por radio, habría levantamientos en otras unidades militares y también entrarían en acción militantes peronistas –en su mayoría obreros– en diferentes puntos del conurbano bonaerense, fundamentalmente en Avellaneda, Lanús y Florida.
El movimiento se desplegó también en otros lugares del país, pero fue rápidamente desbaratado. Gracias a la labor de inteligencia comandada por el general Quaranta, la dictadura estaba al tanto de casi todos los planes de los insurrectos. Donde no los esperaron, los fueron a buscar.
En los enfrentamientos los sublevados mataron a tres personas – Blas Closs, Rafael Fernández y Bernardino Rodríguez – y tuvieron a su vez dos muertos – Carlos Yrigoyen y Rolando Zaneta -, los únicos muertos en combate. La mayor cantidad de muertes se registró después de que el levantamiento fue sofocado, en fusilamientos de dudosa legalidad o – como en el caso del basural de José León Suárez investigado por Rodolfo Walsh – directamente clandestinos.
Valle se entrega
Cuando se inició la sublevación, Valle estaba en Avellaneda, desde donde pensaba marchar hacia Buenos Aires, pero pronto asumió que la movida había sido derrotada. Desde las 0.32 del 10 de junio regía la ley marcial, aunque la dictadura no tuvo reparos en aplicar penas de muerte sumarias a personas detenidas la noche anterior, cuando la ley todavía no estaba promulgada y, por lo tanto, no podía aplicárselas.
La mañana del domingo 10, cuando Tanco ya se había asilado en la embajada de Haití, Valle salió de su refugio en el conurbano sur, cruzó el puente sobre el Riachuelo y caminó por las desiertas calles de la ciudad de Buenos Aires rumbo a Barrio Norte, a la casa de un amigo. Llegó a mediodía y allí se enteró de los primeros fusilamientos.
La noche del domingo se trasladó a otro departamento, donde permaneció todo el lunes 11. Para entonces, un militar que no había participado del alzamiento hizo contacto con el capitán Manrique para negociar la entrega de Valle. El jefe de los insurrectos no estaba dispuesto a huir porque, como él mismo le dijo a ese amigo, si lo hacía “jamás podría mirar con honor a la cara a las madres y esposas de los asesinados”.
La reconstrucción de cómo se desarrollaron esas negociaciones sigue siendo incierta. Una de las versiones más firmes asegura que Manrique y el militar amigo de Valle fueron a ver a Isaac Rojas y le plantearon la posibilidad de que Valle se entregara a cambio de que cesaran los fusilamientos. Siempre según este relato, Rojas aceptó sin consultar con Aramburu y entonces, desde la casa misma de Rojas, el militar amigo de Valle lo llamó por teléfono para darle la noticia.
Lo que sí está comprobado sin ninguna duda es que a las 4 de la madrugada del martes 12 de junio Manrique se presentó en el departamento donde Valle estaba refugiado y éste se entregó.
Desde allí fue trasladado al Regimiento 1 del Ejército, en Palermo, donde se lo sometió a un juicio sumario y, contra la promesa de Rojas, se lo condenó a muerte. La pena debía ser aplicada esa misma noche en la Penitenciaría Nacional – donde actualmente está el Parque Las Heras, en Palermo -, a la que el condenado fue trasladado a mediodía.
La carta a Aramburu
En la celda del 6 piso de la cárcel, durante esa tarde Valle escribió cinco cartas. Una de ellas, la dirigida a su ex camarada de armas, el dictador Aramburu, ha pasado a la historia. En ella, el jefe de los insurrectos no pide clemencia, sino que se muestra dispuesto a enfrentar la muerte con entereza.
Además, denuncia con claridad que, pese a que la dictadura conocía la conspiración, dejó que se desarrollara para dar un supuesto escarmiento. Dice:
“Dentro de pocas horas usted tendrá la satisfacción de haberme asesinado. Debo a mi Patria la declaración fidedigna de los acontecimientos. Declaro que un grupo de marinos y de militares, movidos por ustedes mismos, son los únicos responsables de lo acaecido.
“Para liquidar opositores les pareció digno inducirnos al levantamiento y sacrificarnos luego fríamente. Nos faltó astucia o perversidad para adivinar la treta.
“Así se explica que nos esperaran en los cuarteles, apuntándonos con las ametralladoras, que avanzaran los tanques de ustedes aun antes de estallar el movimiento, que capitanearan tropas de represión algunos oficiales comprometidos en nuestra revolución. Con fusilarme a mí bastaba. Pero no, han querido ustedes, escarmentar al pueblo, cobrarse la impopularidad confesada por el mismo Rojas, vengarse de los sabotajes, cubrir el fracaso de las investigaciones, desvirtuadas al día siguiente en solicitadas de los diarios y desahogar una vez más su odio al pueblo. De aquí esta inconcebible y monstruosa ola de asesinatos”.
Después, se compara con el propio dictador: “Entre mi suerte y la de ustedes me quedo con la mía. Mi esposa y mi hija, a través de sus lágrimas verán en mí un idealista sacrificado por la causa del pueblo. Las mujeres de ustedes, hasta ellas, verán asomárseles por los ojos sus almas de asesinos (…). Conservo toda mi serenidad ante la muerte. Nuestro fracaso material es un gran triunfo moral. Nuestro levantamiento es una expresión más de la indignación incontenible de la inmensa mayoría del pueblo argentino esclavizado”, escribe.
Y concluye con serenidad: “Como cristiano me presento ante Dios, que murió ajusticiado, perdonando a mis asesinos, y como argentino, derramo mi sangre por la causa del pueblo humilde, por la justicia y la libertad de todos no sólo de minorías privilegiadas. Espero que el pueblo conozca un día esta carta y la proclama revolucionaria en las que quedan nuestros ideales en forma intergiversable. Así nadie podrá ser embaucado por el cúmulo de mentiras contradictorias y ridículas con que el gobierno trata de cohonestar esta ola de matanzas y lavarse las manos sucias en sangre. Ruego a Dios que mi sangre sirva para unir a los argentinos. Viva la patria.”
El fusilamiento
Mientras Valle escribía sus cartas, recibía su confesor y a su hija en la celda, sin que él lo supiera se desarrollaban febriles gestiones para frenar la ejecución. Por esas horas, Aramburu recibió pedidos de clemencia por parte de dos jueces de la Corte Suprema de Justicia, de altos jefes militares – incluso de algunos que habían participado en la represión del levantamiento – y de la Iglesia, que le hizo saber al dictador que el propio Papa Pío XII pediría por la vida de Valle.
Una versión sostiene que la esposa de Valle intentó que Aramburu la recibiera en la Quinta de Olivos y que no la dejaron pasar con la excusa que el dictador “está durmiendo”. Se trata de una confusión histórica: no fue la mujer del general condenado quien se presentó en la residencia presidencial para pedir clemencia sino la esposa de otro de los jefes insurrectos, el coronel Ricardo Salomón Ibazeta, que también fue fusilado.
Todas las gestiones fracasaron y poco después de las diez de la noche del 12 de junio fue conducido al patio de la prisión, donde lo esperaba el pelotón de fusilamiento. En el camino, escuchó con indiferencia que alguien decía: “Que estos esbirros peronistas vean el destino que les espera”.
El reloj marcaba exactamente las 22.20 cuando el sonido de las balas que acabaron con la vida del general Juan José Valle hizo eco en el patio de la misma cárcel donde años antes había sido ejecutado el anarquista Severino Di Giovanni.
Valle, Aramburu y Perón
En su carta a Aramburu, Valle dejó unas líneas que con los años sonarían como premonitorias: “Aunque vivan cien años sus víctimas les seguirán a cualquier rincón del mundo donde pretendan esconderse. Vivirán ustedes, sus mujeres y sus hijos, bajo el terror constante de ser asesinados. Porque ningún derecho, ni natural ni divino, justificará jamás tantas ejecuciones”.
Pedro Eugenio Aramburu fue secuestrado el 29 de mayo y ejecutado el 1° de junio de 1970 por un comando de Montoneros
Desde su exilio en Panamá, al tener noticias del levantamiento fracasado y de los fusilamientos, Juan Domingo Perón no mostró simpatía alguna por Valle y el resto de los sublevados.
Miguel Bonasso relata en “El presidente que no fue. Los archivos secretos del Peronismo”: “En carta a Cooke, Perón criticó acerbamente ‘el golpe militar frustrado’, que atribuyó a ‘la falta de prudencia que caracteriza a los militares’. Después, los acusó de haberlo traicionado y conjeturó que, de no haberse ido del país, lo hubieran asesinado ‘para hacer méritos con los vencedores’”.