Dejó el fútbol muy joven para estudiar medicina, vende pochoclos en un carrito y trabaja en la Reserva de Newell’s: “Ahí concentro mis pasiones”
A Julio Adad casi siempre se lo va a encontrar en Rosario trabajando de blanco. Sea con el guardapolvo de médico o el mameluco y delantal con el que vende pochoclos en un carrito por la ciudad santafesina. Aunque despunta el vicio por el fútbol en algún torneo amateur, colgó los botines hace rato para enfocarse en dos de sus pasiones: la medicina y el negocio familiar.
“Julio, ¿sos vos?”, le preguntó sorprendida una paciente a la que recién había operado de la cadera cuando lo reconoció detrás del barbijo y gorro que llevaba puesto mientras le servía una bolsa de pochoclo. El encuentro fue un domingo, hace dos años. A la mañana siguiente debía afrontar dos cirugías programadas. Cuando salió del quirófano, su teléfono había explotado de notificaciones porque esta mujer había compartido una foto con él y su historia se hizo viral.
Mediocampista por derecha o central, categoría 81, creció en el humilde barrio rosarino Alvear y se formó en la misma división que jugadores como Maxi Rodríguez y Leonardo Ponzio. A él en Newell’s le tocaba pelearla desde atrás con el equipo de la Asociación Juvenil del Gran Rosario. A fines de los 90, le consiguieron una prueba en Ferro Carril Oeste (que todavía se sostenía en Primera), donde se entrenó un tiempo hasta que un conocido representante, que estaba enemistado con el entonces presidente de la Lepra Eduardo López, lo ubicó en Sarmiento de Junín junto a otras jóvenes promesas. “Tenía 18 años y no había firmado contrato, pero me daban un viático de 600 pesos. Con esa plata vivía y ayudaba a mis viejos”, recordó.
Su futuro profesional no se proyectó en Junín y volvió a sus pagos para entrenarse en Unión de Álvarez, un club gerenciado del que surgieron varios futbolistas que llegaron a Primera. Pero cuando se estaba acomodando surgió una oportunidad internacional en Brasil: lo esperaba el América de Río de Janeiro, tradicional equipo carioca en el que hoy en día volvió a ponerse los pantalones cortos Romário. “En noviembre de ese año falleció mi viejo. Yo quería luchar por ser futbolista, pero se extrañaba mucho, apenas llamaba por teléfono público con un cartoncito que te caía la ficha enseguida. Estaba incómodo y fui un poco débil. Estuve dos o tres meses y no sorportaba más. Estaba lejos de todo, angustiado. Pegué la vuelta pensando que habría otra cosa acá”, relató con la congoja que seguramente lo invadió en aquel momento.
Su papá falleció esperando un trasplante renal un mes antes del estallido de diciembre de 2001. El carrito familiar que se movía desde 1929 en Rosario por herencia de su bisabuelo había quedado sin conductor. Julio era el hermano mayor de un total de cuatro y su madre no sabía manejar, así que se ajustó la cinta de capitán y vendió pochoclos, garrapiñadas, manzanas acarameladas e higos para sacar a la familia adelante. El sueño de triunfar en el fútbol quedó postergado, pero nació otro: estudiar medicina. Conoció a un hombre al que tomó como referente y descubrió una nueva vocación. “Quiero ser cómo él”, pensó.
“Extrañaba el fútbol y viví el duelo. En ese momento creés que sos viejo a los 21 o 22 años. Sufrí mucho, lloré mucho. Por eso hoy les digo a los chicos que juegan que la vida continúa y tienen que formarse por si no llegan a Primera”, contó desde su óptica. En medio del examen de ingreso para estudiar medicina existió otro sondeo para volar a Belo Horizonte por un contacto que había hecho en Brasil, pero él ya estaba amigado con la idea de la residencia y no a las concentraciones con planteles.
Entre apuntes de la carrera, la religiosa franja horaria laboral con el carrito pochoclero y las pocas horas de sueño, su vida se resumió en una sola palabra: sacrificio. “Me privé de un montón de cosas. Mi vieja me decía que dejara, porque me veía con el termo de mate cocido tapado con una frazada en invierno estudiando hasta las 3 de la mañana porque a la mañana rendía o cursaba, a la tarde trabajaba en el Parque Independencia y volvía a la noche. En verano, si hacía calor, podía quedarme vendiendo hasta las 10 de la noche”, reveló.
El camino no fue color de rosa y también se topó con algunas miserias: “Yo pensaba que ‘ser alguien’ a esa edad era tener un título universitario, pero no. Lo digo hoy como docente. Muchas personas creen que por tener un título son más que otras. Algunos colegas, con su manera de ser, en el trato, la ambición, en no darte lugar porque sos bueno en lo que hacés… Por la residencia perdí los primeros dos años de mi hija, literalmente. A mi mujer le habían hecho una cesárea y yo a los dos días ya la había dejado sola en la casa para ir al hospital. No había dimensionado nada. Cuando ya era traumatólogo, jefe de residentes en el hospital y había hecho un montón de cosas para insertarme, sentí que no me valoraron y que te tratan de pisar la cabeza. Ahí hacés el click. Ahí me di cuenta de que mi vieja, que no llegó a terminar la secundaria, tiene más educación que una persona con título universitario”.
Frente a tanta frustración y el pedido de su madre, Adad estuvo a punto de abandonar la carrera. El poder de convencimiento de una docente que le veía pasta lo ayudó a matener el rumbo: “Me empezó a ir bien y los profesores me alentaron. La satisfacción más grande de haberme recibido es que mi vieja vea que el esfuerzo que hicimos juntos valió la pena”.
Tras la residencia y la Jefatura, estudió otros cuatro años y desde hace seis está en un grupo de artroscopia, o sea que invirtió 16 años para llevar a cabo cirugías de rodilla de ese tipo. “Hacemos una medicina seria, pero es difícil sostenerla en este país. Tengo colegas que se están yendo por motivos económicos. Yo nunca hice esto por la guita y jamás paso un certificado médico para faltar. Por supuesto que ejerzo la medicina por vocación, ¿sabés a cuántas personas operé gratis? ¡A mil! Pero tengo que pagar el alquiler, el seguro, el teléfono, seguir formándome como profesional con algún curso… “, fue la catarsis personal que invita a reflexionar.
Las paradojas del destino lo llevaron a pisar el Coloso Marcelo Bielsa otra vez. No como futbolista, sino como uno de los médicos de la Reserva de Newell’s. Y en los pibes de la cantera se ve reflejado: “Les veo las caritas y noto sus ansiedades, que sienten lo mismo que yo. Trato de aconsejarlos. Yo no soy psicólogo deportivo, pero comparto mi experiencia. Trato de aportar mi conocimiento en la prevención, la contención. Los tres pilares de la salud son la psicología, la parte física y la social. Si una pata se rompe, la mesa indefectiblemente se cae. Hay chicos que arrancan en el club desde el baby y cuando llegan a Primera no les hacen contrato y se les viene el mundo abajo. Ahí es cuando hay que hacerles entender de que la vida sigue por más que no sean jugadores de fútbol”.
Enfocado en su faceta de vendedor ambulante, Julio también tiene algunos mitos para desmentir. En Rosario, la mitad de la gente le llama pochoclo y la otra mitad pororó. Para él, el famoso “pororó” es el colorado. A la vez, aclaró que las palomitas de maíz dulcen son más requeridas que las saladas. La manzana acaramelada y las almendras son clásicos que no mueren nunca. Pero también vende higos acaramelados (producto histórico), maní y garrapiñadas. El carrito que en sus tiempos llegó a viajar a la Costa argentina para hacer temporada en Miramar y Mar del Plata hoy está instalado en la zona de la Costanera rosarina y tiene su clientela fija a la vera del Río Paraná.
“Los domingos con el carrito son sagrados. Los sábados va mi hermana y yo voy a jugar al fútbol porque es como mi cable a tierra. Pero el domingo preparo toda la mercadería temprano y armo el carrito. Hubo un tiempo en que hice terapia porque no sabía qué me pasaba. Me di cuenta de que me faltaba algo y ese algo era estar con el carrito, lo que había dejado de lado para hacer guardias. Mi mujer me banca y mi hija, que tiene 8 años, me acompaña cuando el día es agradable. Está bueno hacer este tipo de cosas que te llenan y tienen sentimiento. Hay gente que viene por costumbre, que sabe que le compraba a mi viejo o mi abuelo. Es una tradición para todos”, remarcó.
Aunque siempre pensó en especializarse en traumatología para estar ligado al deporte, su realidad junto al club de sus amores no depende exclusivamente de él. El pibe que compartió prácticas con la Fiera Rodríguez en las inferiores, viajó a Avellaneda en la caja de una F100 gasolera junto a otras once personas para ver campeón al equipo del Tolo Gallego en 2004 y que hoy lleva a sus hijos a la cancha a ver a Newell’s cuando sus obligaciones se lo permiten, tiene claro su faro: “Me quedaría a vivir porque ahí concentro mis dos pasiones, la medicina y el fútbol. Pero es muy demandante en cuanto a responsabilidad y tiempo, así que la realidad es que no sé cuánto más voy a poder sostenerlo”.
“No conozco Europa ni Estados Unidos. No viajé en avión más que una vez en la vida para ir a Buzios o al Sur. Ojalá en el futuro pueda darme los gustos que uno idealiza, como conocer otro país. Tengo 41 años, tengo experiencia, a veces pienso si vale la pena volverse loco para generar más. Con mi mujer nos alternamos para trabajar y también tener un día para nosotros. Aprendí a decir que no de vez en cuando pese a que es difícil mantener a la familia con pocos ingresos y las cosas cada vez más caras. Y lo del carrito, bueno, al margen de la ganancia, es un sentimiento para mí”, describe su realidad con extrema exactitud y profundidad.
Como docente universitario cobra 120 mil pesos por mes por sus diez horas cátedra semanales. Con ojos de soñador, a través de la pantalla en la entrevista por videollamada, el hombre multitareas no se resigna en ningún ámbito de la vida.
“¿Con qué sueño? Sueño con salir de mi casa y no tener que guardarme el teléfono adentro del pantalón. Sueño eso porque mis hijos no tienen la calle que yo tuve. Que con 8 o 9 años guardaba la plata de las ventas en una caja amarilla de maníes con chocolate en el Parque Independencia. Hoy mi hija no podría hacerlo por la inseguridad. Sueño con estar un poco más en paz en la ciudad, para mí, más linda de Argentina. Ese sería el primero de mis sueños. El segundo, que se valorara un poco más la profesión. Que se tenga más en cuenta a quienes trabajan en la medicina, una profesión que es necesaria y vital para una sociedad”, concluyó.