El engaño de los niños cantores de la lotería nacional: un plan perfecto, jóvenes ambiciosos y el número que conocía todo el país
Todo el mundo buscaba el billete 31.025 y los pasadores de quiniela eran acosados por los apostadores que estaban dispuestos a jugarse hasta el último centavo por el 025 a la cabeza y a los números. Era la oportunidad de salvarse.
Lo que comenzó como un plan entre nueve personas terminó siendo un secreto conocido por todo el país. Fue el escándalo de los niños cantores y fue el corolario de la llamada década infame, quien arrastraba consigo el negociado por la venta de tierras de Palomar, las concesiones a la Chade y a las empresas de colectivos.
En nuestro país, la lotería nació el 16 de octubre de 1893 con el propósito de recaudar fondos que serían destinados a beneficencia y ayuda social. La gente podía adquirir billetes, previamente impresos, de seis cifras.
Siglos atrás eran los niños los que en plazas y en lugares públicos anunciaban los números de los sorteos a cambio de una limosna. Se adoptó primero como tradición en Europa donde los jovenes debían tener, por lo menos 8 años, y contar con la estatura suficiente para acceder a los bolilleros.
Los que empleaban en la Lotería Nacional eran chicos que cada uno tenía su oficio y los sorteos era un rebusque más para ellos, donde cobraban unos pesos, además de alguna propina que algún generoso ganador presente en el sorteo le daba.
Cómo hacerse millonario
La historia cuenta que el sueño de convertirse en millonario con cambiar un par de bolillas podía transformarse en realidad en un santiamén. Un grupo de jóvenes así lo empezaron a idear en una mesa en el Café de los Angelitos, en avenida Rivadavia y Rincón.
Miguel Ángel Navas y Nicolás Praino llevaban la voz cantante. Los escuchaban López, Tambone, Laddaga y Sitemberg. Francisco Mañana, también del grupo, no estaba presente.
Idearon hacer un sorteo arreglando el número que debía salir. Para ello debían falsificar una bolilla. Aseguraron tener esa cuestión resuelta, ya que Navas, de 20 años, conocía a un tornero, de nombre Sabino Lancellotti, con la suficiente habilidad para tallar bolillas en madera de nogal de dos centímetros y medio de diámetro; no debía tener ninguna inscripción para colocarla en el tablero cuando manipulasen a la ganadora.
Al momento de cantar el sorteo, imperceptiblemente cambiarían las bolillas y cantarían el número que habían predeterminado. Acordaron hacer un ensayo en un sorteo.
Eligieron el del 24 de julio de 1942, con el número 25.977, donde el premio mayor era de cinco mil pesos. Todo salió bien, de acuerdo a lo planeado y nadie sospechó. Además jugaron a la quiniela. Y se confiaron.
Decidieron amañar otro sorteo para prepararse para el golpe final: planeaban quedarse con el premio del Gordo de Navidad, que sería de seis millones de pesos.
Pero lo que había nacido como un secreto, trascendió. Fueron los propios implicados que presumieron con novias, parientes y amigos. Rompieron la regla de ser discretos.
El próximo golpe lo darían en el sorteo del 4 de septiembre de ese mismo año. Cuando el número 31.025, cuyo premio era de 300 mil pesos, trascendió, se disparó la locura entre los apostadores y la gente que quería salir de pobre.
Todos buscaron el número en las agencias de lotería y cuando se tuvo la certeza que ya no había en la ciudad de Buenos Aires, hubo quienes viajaron al interior para conseguirlo, como los que se arriesgaron a ir a Santa Fe y otros llegaron a Tucumán.
El escándalo era mayúsculo porque también buscaron el tan ansiado billete jueces, concejales, funcionarios y políticos. Pero, claro, se había agotado.
En la misma línea, los pasadores de quiniela dejaron de tomar apuestas con el 025. La gente no hablaba sino de eso.
El día del sorteo, realizado a las once de la mañana, transcurrió sin sospechas. Los chicos estaban abocados a su tarea y, ante una seña apenas perceptible, cantaron el número acordado que daba 300 mil pesos de premio. Nicolás Praino, de 18 años, llevaba la bolilla en su bolsillo.
Mostraron las bolillas al escribano que fiscalizaba todo el proceso y nadie notó nada extraño. El que dio la voz de alerta fue la edición vespertina del diario Crítica: “El 025, número anticipado desde ayer, salió en la Grande”.
El escándalo estalló. Y lo tomó Agustín Rodríguez Araya, diputado radical de Santa Fe e hincha de Rosario Central, quien cuando fue presidente de la entidad durante 1942 el equipo logró ascender nuevamente a primera. Silenciosamente estaba investigando a Lotería Nacional pero no por la cuestión de los niños cantores, sino por un cúmulo de irregularidades, entre las que se contaban el pago de premios de billetes inexistentes, sumas de dinero giradas a personas que no necesitaban ayuda social y, por supuesto, bolillas falsificadas que tenían distinto peso. Por supuesto que al legislador también le había llegado el dato del número ganador.
En diputados se formó una comisión investigadora, presidida por el diputado rosarino e integrada por Roberto Lobos, Carmelo Piedrabuena, Jacinto Oddone, Luciano Peltier, Fernando de Prat Gay y Atilio Giavedoni.
A partir de la denuncia de Rodríguez Araya, hubo una investigación judicial. Detuvieron a todos y fue el propio legislador quien llevó los interrogatorios. Luego de una hábil maniobra de confrontarlos, Navas terminó confesando. Contó cómo fue la maniobra y que en su casa tenía 53 mil pesos enterrados.
Cuando el juez les tomó declaración, les pidió que le explicasen la maniobra, y debieron hacerlo más de una vez, de tan imperceptible que era. Recibieron condenas de tres a cuatro años, pero al tiempo quedaron libres. El propio Araya admitió que los chicos conformaban un pequeño engranaje en el sistema de corrupción que estaba investigando.
La justicia determinó no pagar los premios de ese sorteo. El primer perdedor en este caso fue la lotería. La gente que usualmente compraba un billete, dejó de hacerlo porque desconfiaba de una institución que, se comprobó, no libraba nada al azar.