La singular obra de William Morris, el “míster” inglés que se ocupó de la niñez desamparada y fundó escuelas y hogares
Era un joven cuando llegó a La Boca, con una mano atrás y otra adelante, y su impresión no fue la mejor. Lo describiría como el peor barrio de Buenos Aires. Lo impactó la cantidad de gente humilde, que vivía hacinada en conventillos. Pero, en especial, lo impactaron los niños que estaban a la buena de Dios.
El destino había llevado a este inglés a las lejanas tierras de América del Sur. Huérfano de madre a los cuatro años, William Case Morris nació el 16 de febrero de 1864 en Soham, un pequeño pueblo del condado de Cambridge ubicado a unos 120 kilómetros de Londres. Su papá, predicador anglicano, tomó a sus hijos -tres varones y una mujer- y en 1871 fue a probar fortuna como colono en Itapé, un poblado fundado por el siglo XVII en el sur del Paraguay.
Pero nada resultó según lo planeado, la empresa colonizadora se disolvió y los Morris se fueron a vivir a Santa Fe, donde la pasaron mal. El pequeño William, que a duras penas había podido cumplir el tercer grado, debió contribuir a la economía familiar trabajando en el campo y como empleado doméstico de un terrateniente de pocas pulgas.
William aprovechaba cualquier acceso a las bibliotecas, donde comenzó su formación de autodidacta.
Cuando su patrón descubrió que había robado unas monedas para comprar un salame, porque el hambre era lo que siempre estaba al orden del día, se quedó sin trabajo.
Tenía 22 años cuando fue a probar suerte en La Boca, donde se ganaba la vida como empleado en una oficina y además pintaba barcos. Iba a la iglesia metodista.
Con un amigo decidieron hacer algo por la cantidad de niños que deambulaban por las calles. Vieron que muchos eran huérfanos y a otros sus familias los habían abandonado. Tuvieron la idea de comprar una pequeña vivienda que sirviera de alojamiento y educación.
Para ello pidieron un préstamo a un banco. Morris recordaría años después lo que tuvieron que trabajar para cumplir con la primera cuota. Porque además le pagaban a un maestro que iba una vez por semana, mientras Morris los domingos predicaba.
Como sabía que no podrían afrontar los pagos futuros, no tuvo mejor idea que viajar a Gran Bretaña a buscar almas nobles interesadas en la obra que estaba emprendiendo.
En Londres logró ser recibido por el filántropo Lord Kinnaird, quien era poseedor de acciones de empresas británicas que operaban en nuestro país. Luego de escuchar los argumentos de Morris, el noble escocés le dio cien libras y una lista de amigos a los que debía contactar, y le dijo que si no tenía suerte, que volviese a verlo. Lord Overton también contribuyó con otras cien y como no tuvo más suerte, Kinnaird le dio 50 libras más. Con ese dinero, cubrió el préstamo de la casa.
También en su país natal se conectó con una sociedad misionera anglicana, quien le ofreció su apoyo en el proyecto en que se había embarcado. Cuando llegó al puerto de Buenos Aires, bajó del barco como presbítero de la Iglesia Anglicana.
Por ese tiempo se casó con la inglesa Cecilia Kate O´Higgins. Fue la compañera ideal: lo entendía bien ya que ella había sido abandonada de niña.
Deseaba respetar la promesa que había hecho frente a la tumba de su madre, de ocuparse de los niños desamparados. En el Consejo Nacional de Educación preguntó donde había más chicos sin instrucción. Le respondieron que en “Tierra del Fuego”, pero Morris respondió que eso quedaba demasiado lejos para él. Lo que ignoraba que ese era el nombre con el que se conocía a Palermo, un barrio con peligrosos descampados, demasiada pobreza y con muchos niños a quienes atender.
En junio de 1898 alquiló una casa en Güemes y Uriarte, donde 18 chicos de diferentes edades fueron los alumnos de la primera de las 32 escuelas evangélicas que fundaría. Todos los chicos tenían algo en común: eran vagabundos, nadie se ocupaba de ellos. Morris les daba educación y los alimentaba.
No fueron fáciles los comienzos, le costó ganarse la confianza de esos jóvenes que crecían en las calles a los golpes. Un matrimonio lo ayudaba.
No se quedó quieto. Logró la colaboración de personalidades como Bartolomé Mitre y Marcelo T. de Alvear. El presidente Roque Sáenz Peña fue quien le otorgó la personería jurídica a su institución.
Sus escuelas, solo para niños humildes, tenían desde jardín de infantes hasta sexto grado. A los chicos se les proveía de útiles y de ropa, especialmente guardapolvo y calzado. Además Morris, a quien solían adosarle “el míster”, abrió establecimientos donde se enseñaba telegrafía, artes y oficios, dactilografía y taquigrafía, comercio e idiomas, y para las mujeres corte y confección. Asimismo, había habilitado escuelas nocturnas también con diferentes cursos.
“El hombre que resuelve ser humilde tiene el espíritu de un héroe”, decía. El número de establecimientos, tanto para varones como para mujeres, crecía progresivamente.
En el Hogar “El Alba”, fundado por 1925, se daba acogida a centenares de chicos abandonados o huérfanos, y en los talleres que había montado de artes y oficios, se fabricaban los pizarrones, pupitres, mesas y diversos muebles para las escuelas. El taller, cuya entrada estaba sobre avenida Santa Fe, tenía la leyenda “El hombre libre es el esclavo de su deber”. También se editaba la revista “Albores”.
Junto con la escuela, abrió el templo anglicano de San Pablo, sobre la calle Charcas al 4700 y dividía sus días entre la asistencia a los niños y el predicar, con su característica cartera bajo el brazo no solo en el barrio, sino que además asistía a la Penitenciaría Nacional que se levantaba donde ahora está el parque Las Heras.
Las escuelas comenzaron a multiplicarse y con el correr de los años eran los ex alumnos que integraban el plantel docente o que se ocupaban de diversas tareas. A los chicos se los educaba, alimentaba, vestía y recibían asistencia médica. “El pueblo más noble es aquel que mejor cuida y educa a sus niños”, señalaba.
Siempre se necesitaba dinero, ya que solo en ropa, en 1928, se gastaba 200 mil pesos, y los gastos totales pasaban los 700 millones de pesos.
En la década del treinta, los apoyos menguaron al mismo ritmo que la salud de Morris empeoraba. Decidió visitar su pueblo natal, y desde allí continuó escribiendo a Buenos Aires para que continuasen reclamando al gobierno los subsidios atrasados. Falleció el 15 de septiembre de 1932. Tenía 64 años.
El 29 de diciembre de 1945 se estrenó la película “Cuando en el cielo pasen lista”, donde Narciso Ibáñez Menta se puso en la piel de Morris.
Una localidad de Hurlingham lleva su nombre, hay un monumento en los bosques de Palermo que lo recuerda, además de calles, escuelas y plazas. Es que hay motivo para que eso suceda, ya que William Morris se había ganado, en buena ley, un lugar de privilegio en esa lista reservada para las almas nobles.